Dar la palabra » Sociedad » 8 nov 2023
Historias y personajes
"Western patagónico": seis personajes en busca de cineasta (Por Miguel Mastroscello)
La carencia no puede atribuirse, por cierto, a la falta de materia prima. La época de nuestra organización política y económica es tan rica en acontecimientos y personajes épicos como la del “wild far west” estadounidense. Y ello es particularmente notable si se hace foco en la Patagonia.
Los norteamericanos lograron convertir un arte maravilloso y complejo, como es el cine, en el producto de una industria potentísima, consumido por millones de personas alrededor del mundo. Uno de sus géneros distintivos es el “western”, que muestra la época de la colonización del Oeste del país. Sus personajes clásicos —el “cow-boy”, el indio, el bandolero, el “sheriff”, el ranchero— protagonizan aventuras en las que se combinan con precisión las dosis consabidas de discurso moral-patriótico, violencia, romance y heroísmo.
Con títulos como “El hombre que mató a Liberty Valance”, Río Rojo” o “A la hora señalada”; directores como John Ford, Howard Hawks y Sam Peckinpah; e intérpretes como John Wayne, Gary Cooper, Barbara Stanwick, James Stewart, Joan Crawford y Kirk Douglas, los estudios de Hollywood extrajeron de ese filón una riqueza aparentemente inagotable.
A su turno, la televisión replicó el fenómeno, al crear series con las que nos deleitamos los chicos de mi generación: “El hombre del rifle”, “Caravana”, “Randall el justiciero”. Yo me apuraba en el regreso a casa desde la escuela, para no perderme “Bat Masterson” o “Maverick”. Con mis amigos nos tratábamos de tú para jugar a los vaqueros, por la influencia de los doblajes mejicanos o puertorriqueños; en “Cuero crudo”, la única doblada en la Argentina, los personajes hablaban de usted.
La razón por la que sólo veíamos aquellos “westerns”, sencillamente, era que nuestro cine no ofrecía nada similar, pese a que había alcanzado un desarrollo notable y exportaba su material a América Latina. Salvo por algunas memorables excepciones, como “Pampa bárbara”, “La guerra gaucha” o, varios años después, “La Patagonia rebelde”, no había posibilidades de ver películas de aventuras ambientadas en la Argentina del siglo XIX o comienzos del siguiente. La producción televisiva, por su parte, se limitaba a las llamadas novelas románticas. La situación no ha cambiado demasiado con el paso del tiempo.
Esa carencia no puede atribuirse, por cierto, a la falta de materia prima. La época de nuestra organización política y económica es tan rica en acontecimientos y personajes épicos como la del “wild far west” estadounidense. Y ello es particularmente notable si se hace foco en la Patagonia. Los historiadores especializados (Rodolfo Casamiquela, Raúl Entraigas, Arnoldo Canclini, Alejandro Marzoni) hicieron su parte, también los escritores (Sylvia Iparraguirre, Gerardo Bartolomé, Marcelo Gavirati, Lobodón Garra) y los guionistas de historietas (Raúl Roux, Carlos Casalla, Jorge Morhain), pero no aparecieron aquí productores como Sam Goldwin ni guionistas como David Webb. Las obras de origen local que, por su temática y estilo, justificarían su pertenencia a un género acaso llamado “western patagónico”, son escasas y tuvieron poca trascendencia.
Sin embargo, la región tiene un acervo enorme, suficiente para que el cine empiece a saldar esa deuda. Desde la geografía agreste y desolada hasta una multiplicidad de historias individuales y colectivas, plagadas de rasgos atrayentes. Una lista arbitraria de personajes patagónicos que podrían despertar el interés de los cineastas debe comenzar, necesariamente, por dos próceres que, además, fueron amigos.
Francisco Pascasio Moreno, el célebre perito cuya semblanza fascinante desarrolla en este portal Carlos Zampatti, hizo cinco expediciones a la región, durante las cuales tuvo numerosos contactos con los aborígenes y se enfrentó a peligros extremos; en una ocasión sobrevivió casi de milagro al ataque de un puma, y en otra escapó por los pelos de una condena a muerte dictada por un consejo de caciques. Años más tarde, desempeñó un papel decisivo en la determinación de la frontera regional con Chile, que incluyó una intensa actividad sobre el mismo terreno en disputa. El otro protagonista destacado fue Luis Piedra Buena, de quien me ocupé en un artículo anterior. Al igual que Moreno, corrió todo tipo de riesgos, con escasez de recursos y en desventaja respecto del ambiente en el que se movía.
Pero fueron muchos más los actores que, como los “cow-boys” del otro extremo del continente, enfrentaron durante sus vidas verdaderas odiseas. Aquí van algunas reseñas, a modo de ejemplos.
Aquella Patagonia semisalvaje tuvo al menos un “sheriff”, que curiosamente era italiano. Antonio Oneto siguió la tradición marinera de su Liguria natal (era de Chiavari, cerca de Génova) al navegar por el mundo desde muy joven. En la Argentina fundó una empresa naviera y recorrió la costa atlántica, pero quebró. El gobierno de Avellaneda lo designó comisario de las colonias galesas radicadas en el valle inferior del río Chubut. Se trasladó hasta allí con un agrimensor y un ingeniero, para instrumentar el deslinde y la venta de tierras a los colonos. Durante el ejercicio de ese cargo le tocó intervenir en uno de los episodios más violentos que registra la historia regional. A fines de 1877, un grupo de soldados y presos de la colonia penal de Punta Arenas llevó a cabo lo que se conoció como “el motín de los artilleros”, que dejó un saldo de más de cincuenta muertos, decenas de heridos (entre los cuales estaba María Behety, la esposa de José Menéndez) y gravísimos daños materiales. Sofocado el levantamiento por las autoridades, varios de los responsables huyeron, desesperados, rumbo al norte. Unos pocos lograron desaparecer sin dejar rastros, otros fueron apresados cerca de la costa santacruceña y el resto consiguió llegar hasta las proximidades del río Chubut; allí, Oneto, al frente de una partida de milicianos, los capturó y los remitió esposados a Buenos Aires, en el vapor “Santa Rosa”. Restablecida la tranquilidad, el comisario fundó una escuela para que los galeses aprendieran el idioma español, a lo cual los colonos se resistían, porque querían salvaguardar su identidad manteniendo el uso del idioma; pero Oneto no cejó en su empeño y consiguió que asistieran, además, los hijos de los tehuelches que vivían en los alrededores. Cuando se despidió del lugar, lo hizo con el reconocimiento de los pobladores a una gestión que impuso la ley y el orden, según lo exige la tradición de los mejores “westerns”. Luego, fue nombrado comandante de una colonia que se iba a levantar en la desembocadura del río Deseado, a donde viajó con unas treinta personas, entre las cuales distribuyó tierras y materiales de la construcción. Vivió allí un tiempo, pero enfermó de pulmonía y murió en 1885.
Otro amigo de Piedra Buena, Casimiro Biguá, sucesor de María la Grande y Lauca como cacique mayor de los tehuelches al sur del río Negro (los “aonikenk”, según se llamaban a sí mismos), fue un diplomático consumado, que supo articular las tensiones entre Argentina y Chile para conseguir beneficios a su gente. Firmó un tratado de amistad con el gobierno chileno, que le otorgó el grado de Capitán del Ejército. Cuando lo acusaron de provocar un saqueo de Punta Arenas que culminó con la muerte del gobernador magallánico, buscó vincularse con nuestro país. Empezó a comerciar pieles, plumas de ñandú y artesanías en la factoría de Piedra Buena de la isla Pavón y en su toldería de la bahía San Gregorio, sobre el estrecho de Magallanes, donde el marino quería fundar una colonia. Gracias a esa relación viajó a Buenos Aires a entrevistarse con el Presidente Mitre, que lo designó “Cacique principal de San Gregorio y defensor de los territorios nacionales”. Uno puede imaginar una secuencia fílmica en la que, primero, el cacique sale del despacho presidencial muy serio y compuesto, y en el corte siguiente está en la isla Pavón, ataviado con el uniforme militar argentino, haciendo que sus guerreros juren lealtad a la bandera celeste y blanca. Hábil negociador, consiguió a cambio de ello raciones de alimentos, indumentaria, vajilla y tabaco, en mayores cantidades que las que le daban las autoridades chilenas (el clientelismo político no es un invento moderno ni argentino). Quienes lo conocieron dejaron testimonios de su inteligencia para desarrollar y mantener buenos vínculos entre los diferentes grupos indígenas, así como con viajeros y colonos; se comunicaba en inglés bastante bien y participó en varios rescates de náufragos. Hacia 1870, era uno de los tres líderes más importantes de las comunidades aborígenes patagónicas, junto con Valentín Sayhueque, cacique principal del País de las Manzanas (norte de la actual provincia de Neuquén) y Calfucurá, jefe de los araucanos llegados desde Chile. Tras este período de auge, a la enemistad de las autoridades chilenas se sumaron los incumplimientos del gobierno argentino en la entrega de cuotas, y su poder menguó. Cayó en el alcoholismo y, con la salud muy deteriorada, terminó en una pobreza extrema. Se presume que falleció en la primavera de 1873, en el aduar de uno de sus nietos.
Al igual que Oneto, William Horton Smyley, nacido en Rhode Island, Estados Unidos, y mentor de Piedra Buena, estuvo marcado por un legado marinero. Llegó muy joven a la Patagonia, recién matriculado como capitán; él mismo dijo que pasó buena parte de su vida “entre las islas Shetland del Sur y el río de la Plata”. En 1829, mientras cazaba lobos marinos en Malvinas, fue detenido durante un breve período por el gobernador argentino Luis Vernet, que había prohibido esa actividad a buques extranjeros. Más adelante, Vernet estableció pautas regulatorias y le otorgó a Smyley la patente de práctico para Puerto Luis y “otros puertos, bahías y aguas bajo mi jurisdicción”. Tiempo después, también tuvo relaciones conflictivas con el gobierno de ocupación británico de George Rennie, por razones parecidas a las que lo enfrentaron con Vernet, y con Thomas Havers, gerente de la Falkland Islands Co., que lo acusó de un robo de ganado y logró que el tribunal de Port Stanley lo condenara a pagar una multa de dos libras esterlinas. Al mando de su goleta “Ohio”, cruzó el Paso Drake y alcanzó la isla Decepción y la tierra de Graham (actual península Antártica), persiguiendo ballenas. Fue agente de compañías de seguros y representante del gobierno de Estados Unidos, con el grado de Cónsul. Vivió en Carmen de Patagones y en Stanley, donde tuvo dos casas. Su figura era muy respetada entre los marinos por sus repetidos salvatajes de naufragios, con los que hizo honor a los preceptos cuáqueros de su familia; el rey Leopoldo le envió un obsequio por el rescate de un barco belga en una de las islas Georgias del Sur. En 1851, al mando del pailebote “Davison”, donde llevaba como segundo oficial a su joven pupilo Piedra Buena, encontró en Puerto Español, sobre la costa norte del canal Beagle, los cadáveres de tres de los integrantes de la expedición del misionero Allen Gardiner; las malas condiciones climáticas le impidieron seguir con la búsqueda del líder y los demás miembros del grupo, cuyos restos fueron hallados al año siguiente por otra nave. Nueve años más tarde, un buque de la Sociedad Misionera de la Patagonia bautizado con el nombre de aquel predicador malogrado, fue dado por perdido en los canales fueguinos. Para recuperarlo, la organización contrató a Smyley, quien lo rastreó con su “Davison” hasta que lo halló, junto con el único tripulante que había sobrevivido a un ataque de aborígenes, el cocinero Alfred Coles, y lo remolcó a Port Stanley. En reconocimiento, la Sociedad le obsequió una Biblia y le otorgó una medalla. Sylvia Iparraguirre cuenta los distintos matices de ese episodio en su novela “La tierra del fuego”, protagonizada por el indio yámana Jemmy Button. La vida aventurera de Smyley terminó en Montevideo, donde se contagió de fiebre amarilla. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de la capital uruguaya, demasiado lejos de su esposa Catherine y sus tres hijos, que residían en Nueva York.
Gregorio Ibáñez nació en Carmen de Patagones. Era cinco años menor que Piedra Buena, para quien trabajó como piloto de la goleta “Espora” (lo reemplazaba al mando cuando su capitán debía permanecer en Punta Arenas) y capataz de la factoría de la isla Pavón. Se estableció cerca de allí, sobre la margen norte del río Santa Cruz, y tuvo seis hijos con su segunda esposa, Gregoria Vega, quien durante mucho tiempo fue la única mujer blanca residente en la zona. Prestaba el servicio de cruce del río con su bote, por lo cual se conocía al lugar como Paso Ibáñez. La escritora y exploradora escocesa Florence Dixie, que lo contrató para que le sirviera de guía y apoyo logístico, lo describió como un hombre bonachón, que tenía muchas habilidades y hablaba un poco de inglés. Se dedicó durante un tiempo a la caza del ñandú en los territorios cercanos a la desembocadura del río Chubut. Con los tehuelches tenía tratos frecuentes por razones comerciales, que se ampliaron al ámbito familiar desde que dos de sus hijos se casaron con mujeres aborígenes. Abrió un boliche en el paraje Rincón de las Salinas, donde vendía artículos de todo tipo y atendía a los clientes, que consumían bebidas y se entretenían jugando a los naipes. Tras su muerte, en 1896, Gregoria continuó durante varios años al frente del negocio.
La lista, por supuesto, no se agota con estos seis personajes. Muchos otros dejaron sus huellas (y, la mayoría, también sus huesos) en las mesetas, las montañas y los bosques patagónicos. Todos ellos están a la espera de artistas como Sebastián Ortega, Juan José Campanella o Bruno Stagnaro para que, como lo expresa Sarmiento en su elogio a J. Fenimore Cooper y Esteban Echeverría, vuelvan sus miradas al desierto y encuentren “las inspiraciones que proporciona a la imaginación, el espectáculo de una naturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable, callada”.