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Dar la palabra » Cultura » 14 jul 2023

Historias y personajes

Salvadora, el ángel de la guarda de Simón Radowitzky (Por Carlos Zampatti)

Tan difícil es definir a Salvadora Medina Onrubia como también encasillarla y abarcar todos los ámbitos en los que se desenvolvió: periodista, escritora (de poesía, cuentos, novelas, teatro), anarquista militante, feminista, adicta al éter, al ocultismo y ―por sobre todas las cosas― desafiante de las normas y al encasillamiento que le imponía la sociedad.


Nació en 1894 en La Plata. Heredó de su madre española su espíritu rebelde y su origen judío. Luego de la muerte de su padre, Ildefonso Medina, se mudaron a Gualeguay, Entre Ríos, en donde pasó su infancia y la primera adolescencia. Por aquel entonces, Ramón Lorenzo Falcón, amigo de la familia, fue consejero de su madre y la ayudó económicamente. Debido a sus influencias la hizo nombrar directora de una escuela rural en un pueblo cercano a Gualeguay. A pesar de ello, Salvadora sentía hacia él un odio tan visceral como la devoción que profesaría hacia Radowitzky ―el hombre que lo mató― años después. Tal vez la adoración hacia uno pueda explicarse por el odio al otro.

Practicó la docencia en una escuela pública entre sus 16 y 19 años, hasta 1913 cuando se mudó a Buenos Aires. A los 17 años quedó embarazada y fue madre soltera por convicción. Poco le importó la reprobación de la sociedad conservadora y pacata de entonces.

Había comenzado su actividad literaria en Entre Ríos y cuando se mudó a Buenos Aires escribió para la revista Fray Mocho. Al poco tiempo de su arribo comenzó a trabajar para el periódico anarquista La Protesta.

A pocos días de trabajar en la redacción, en febrero de 1914, fue como cronista a un acto en apoyo a la libertad de Radowitzky que hacía tres años que estaba recluido en Ushuaia por el asesinato de Ramón L. Falcón. Ni bien comenzó el acto olvidó su condición de cronista, se subió a una barricada de la mano de su pequeño hijo e improvisó un discurso tan vehemente que fue publicado en Caras y Caretas. También fue incorporado al legajo policial que le abrieron de inmediato.

Pelirroja, apasionada, bella y desprejuiciada, colaboró en muchas cruzadas libertarias, ganándose el apodo de «la Venus Roja». No dudaba en llevar a su hijo a los actos anarquistas «para que se fuera enterando de lo que era la lucha social».

Un día entró en la redacción del diario Crítica, que estaba en el mismo edificio que la de La Protesta, solicitando promoción para una obra de teatro suya ―Almafuerte― y conoció a su director. Natalio Botana era uruguayo y con solo 25 años había fundado poco antes el diario Crítica con el dinero ganado en una mesa de póker. Hombre de gran olfato político, era odiado y admirado por partes iguales. Su diario, que combinaba denuncias, amarillismo y artículos de lujo, estaba creando las bases del periodismo moderno.

El flechazo entre ambos fue mutuo, magnético e inmediato. Fue el comienzo de una tumultuosa relación que duró hasta la muerte de Botana en un accidente en 1941. Tuvieron tres hijos, Helvio, Jaime y Georgina. Botana, además, le dio su apellido al primer hijo de Salvadora. Se transformaron en una de las parejas más controvertidas de la medrosa sociedad porteña de la época. No sólo porque se casaron después de tener a sus tres hijos ―en 1919―, sino porque además vivían largos tiempos separados durante el cual cada uno hacía su vida. Sin mencionar el grado de independencia que tenía Salvadora, a la que se le cuestionaba la incidencia ideológica que tenía sobre algunas decisiones políticas del diario.

Simultáneamente, Salvadora mantenía contacto con Radowitzky y se convirtió en una especie de ángel de la guarda del anarquista, al que le enviaba periódicamente encomiendas con medias de lana tejidas por ella misma. Financió la fuga de noviembre de 1918 solventando los gastos del traslado de Apolinario Barrera a Punta Arenas y el alquiler de la embarcación del ya legendario Pascualín que lo embarcó en la bahía Golondrina de Ushuaia.

Mantuvieron una intensa correspondencia de la cual sobrevivieron en los archivos de Salvadora trece cartas de él. Las de ella no lograron perdurar por los avatares de la vida de Radowitzky.

Hubo un segundo intento de fuga en el que tuvo injerencia la Venus Roja: en 1924, a través de Botana, hizo que contrataran en el presidio de Ushuaia a un guardiacárcel ―de nombre Roscigna― como parte del plan de una nueva evasión. En un diccionario español que le hicieron llegar a Radowitzky, enviaron un mensaje que decía «el que busca encuentra». En el lomo, escondido en la encuadernación, el presidiario pudo encontrar el plan de fuga preparado por sus camaradas. Finalmente, el plan fracasó porque Roscigna fue despedido, quizás como resultado de alguna filtración. Otras versiones indican que el mismo Radowitzky se negó a fugarse si no lo hacía junto con otros libertarios presos.

A pesar de las dos fugas frustradas, Salvadora no cejó en sus intentos de liberar al anarquista. Intercedía periódicamente ante los presidentes Alvear y luego Yrigoyen solicitándoles un indulto. Ella misma ha relatado que en algún momento don Hipólito le dijo:

―Querida, usted me pide favores para gente que conoce y no me caben dudas de que lo necesitan. A diferencia de  mis ministros que lo piden para sus amantes.

Hasta que llegó la oportunidad: hacia el otoño de 1930 la ciudad de Rosario estaba en llamas por una serie de huelgas y movilizaciones llevadas adelante por los anarquistas. La Venus Roja encontró un resquicio posible.

―Don Hipólito ―le dijo Salvadora―, le cambio el caos de Rosario por el indulto de Radowitzky.

―De acuerdo, hijita, aunque no creo que lo logres ―le respondió escéptico el presidente.

Salvadora fue a Rosario sola, durmió esa noche en el hotel Italia, se reunió a la mañana siguiente con los huelguistas y les ofreció un trato. Sabía que ningún anarquista quedaría indiferente ante la perspectiva de que Radowitzky recuperase la libertad. Al día siguiente Rosario amaneció tranquila. El presidente Yrigoyen cumplió con su palabra y firmó el indulto.

Natalio Botana construyó en Don Torcuato «Los Granados», una mansión ecléctica a la cual solía asistir lo más selecto de la intelectualidad del momento. García Lorca, Oliverio Girondo, Ortega y Gasset, etc. Era célebre el lugar por sus bacanales. Pablo Neruda, confesó haber vivido allí una aventura «cósmico-erótica» con una dama que no mencionó pero todos supusieron de quién se trataba. Leopoldo Marechal, otro asiduo concurrente, en su célebre novela Adán Buenosayres condena a Botana al séptimo círculo del infierno y lo muestra como el jefe absoluto de una rotativa gigante cuyos rodillos devoran y aplastan hombres hasta convertirlos en papel.

En 1933 Botana contrató a David Siqueiros (el que años después producirá un sonado y funambulesco intento de asesinato a León Trotsky en Coyoacán, México), uno de los grandes muralistas mexicanos junto con Diego Rivera. En las paredes del sótano de «Los Granados», Siqueiros, junto con Berni, Castagnino, Spilimpergo y Lazzari, plasmó su «Ejercicio plástico». Se trata de una de las obras más significativas del muralismo latinoamericano, que, décadas después, luego de muchas peripecias fue reconstruida en el museo del Bicentenario de la Casa Rosada.

Salvadora, mientras tanto, fiel a sus convicciones y a su militancia, solía llegar a algún motín anarquista en su Rolls Royce y armar bombas molotov en vestido y tacos. 

Después del golpe de Uriburu, en 1930, el diario Crítica tomó una posición antifascista muy marcada. Como resultado, en 1931 el gobierno clausuró el diario y encarceló al matrimonio junto a otros periodistas. Un grupo de intelectuales quiso interceder por Salvadora y requirió a Uriburu «magnanimidad» por su «triple condición de mujer, poeta y madre». Ella, enterada de la petición, escribió al presidente una extensa carta en la que impugnaba el pedido. La terminaba con la siguiente frase: «General Uriburu, guárdese sus magnanimidades junto a sus iras y sienta como, desde este rincón de miseria, le cruzo la cara con todo mi desprecio».

Una sola vez se encontraron Salvadora y Simón. Fue en 1932, en Montevideo. Radowitzky residía allí luego de recibir el indulto y ella, tras ser liberada por Uriburu, pasó por esa ciudad con su esposo y sus hijos como escala de un viaje a Europa para tomar distancias con el gobierno profascista argentino. Estuvieron mateando largamente. No se conocen detalles del encuentro, y no volvieron a verse nunca más a pesar de que mantuvieron una correspondencia abundante.

De lo que nunca pudo recuperarse Salvadora es del suicidio de su primer hijo cuando por esos años se enteró de que Natalio Botana no era su padre.

Cuando Botana murió en un accidente automovilístico en Jujuy, Medina Onrubia quedó frente a la empresa entre 1946 y 1951, resultando ser primera mujer en dirigir un periódico. En un atentado que tuvo el diario durante ese período, balearon su despacho una tarde en que ella por fortuna no estaba. La bala perforó el respaldo de su sillón y quedó alojada en la pared detrás de su escritorio. La anécdota que mejor define su carácter es que hizo engarzar esa bala en una pulsera que desde ese momento llevó siempre consigo.

Como escritora produjo varias obras de teatro, como Almafuerte, La solución, Las descentradas, Un hombre y su vida; libros de poesía como El misal de mi yoga y La rueca milagrosa; dos libros de cuentos, El libro humilde y doliente y El vaso intacto y otros cuentos, y una única novela, Akasha.

Murió el 21 de julio de 1971.

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