lunes 09 de diciembre de 2024 - Edición Nº2574
Dar la palabra » Cultura » 16 may 2023

Historias y personajes

Dos Historias Mínimas (Por Carlos Zampatti)

No las encontraremos en los libros de historia porque quizás no tengan la épica de la de los grandes colonizadores. Pero son un botón de muestra de las de quienes hace casi un siglo forjaron una Tierra del Fuego que imaginaron un mejor lugar que la Europa pobre y devastada que dejaban atrás.


 

MIGUEL JAROWICKI

LA VIDA EN UN EXPEDIENTE

 

«Sr. Gobernador de Tierra del Fuego.

De mi consideración.

Yo soy un inmigrante polaco que vine a este lugar a trabajar.

Estoy armando una quinta para cultivo de repollos y otras hortalizas cerca de un lugar que se llama Laguna del Diablo, en las afueras de Ushuaia.

Soy un hombre joven que sufrió los pesares de la guerra y todo lo que tengo para ofrecer son mis manos fuertes para trabajar la tierra.

Solicito a Usted por el presente una autorización para ocupar esas tierras fiscales

A fines de la década de 1940, se iniciaba con esta nota un nuevo expediente en la gobernación marítima de Tierra del Fuego. El polaco Miguel Jarowicki solicitaba un terreno. Una historia como tantas.

El expediente, con su portada de cartulina de color verde, cuarenta años después llegó a tener dos pulgadas de espesor.

Toda la vida de Miguel Jarowicki habita en ese expediente que vaya a saber en qué archivo de cosas perdidas está, si es que está en algún lado. Hoy, una plaza con su nombre en el barrio Andino, recuerda el lugar en donde Jarowicki tenía su quinta  y su rancho.

La siguiente actuación en ese escrito fue la clásica nota ―manuscrita en este caso― «se eleva a su consideración», muletilla que muestra que el escriba no sabía qué hacer con el expediente.

La nota pasó de mano en mano hasta que llegó a alguien que recibió la instrucción para que se diera una vuelta por la quintita para comprobar si los repollos del polaco eran tan buenos como los nabos que le garroneó en una visita previa.

El «inspector», en prolija letra manuscrita, relató los detalles de su inspección, terminando con la fatídica frase: «pase a sus efectos». Efectos no eran otra cosa que una buena dormidera dentro del cajón del escritorio hasta tanto se vea.

Mientras tanto, Miguel Jarowicki seguía plantando los mejores nabos de Ushuaia que competían en calidad con los repollos que los dejaba tapar por las escarchas de abril y las primeras nieves de mayo. «El frío le hace bien, los vuelve más sabrosos», me decía las pocas veces que lo visité en su humilde casa, casi tapera, en donde vivía acompañado de su soledad. Para ese entonces, veinte años después de las primeras actuaciones, sus manos no eran lo fuertes que afirmaba en la primera hoja de un expediente que acumulaba pases a sus efectos.

La burocracia ha sido impiadosa con este hombre que puntualmente cada año aportaba una nota más a su expediente, reiterando la solicitud de autorización para ocupar una tierra desde donde abasteció de verduras de hoja a medio Ushuaia durante décadas.

Don Miguel no supo de señores abrepuertas que hubieran permitido el acceso más llano a la tierra, como han hecho otros ocupantes con finales más felices: era un hombre de pala y azada y su letra redonda y estirada hacia la izquierda, cada año evidenciaba un temblor de incierto futuro.

«Pase a sus efectos» era la frase que acompañaba a sus reclamos cada vez menos enfáticos. Y sus efectos eran la nada, el cajón del escritorio, las visitas e inspecciones esporádicas sin ningún resultado ni conclusiones.

Miguel Jarowicki envejeció, y un día sus repollos enormes, luego de las escarchas de abril y las nieves de mayo, quedaron sin cosechar porque las manos del polaco ya no tenían fuerza.

En un invierno feroz de fines de los ochenta un Ministro firmó el acta de defunción del expediente. Más abajo de una hoja con membrete pretencioso escribió, también en forma manuscrita, «archívese el presente debido a que el señor Miguel Jarowicki fue transferido a un centro de atención para personas mayores en Río Gallegos dada su incapacidad para bastarse por sí mismo».

Ése fue el último pase a sus efectos.

 

EMILIA SUSIC

LA ESPERA DESDE LA LOMA

Del libro “A hacha, cuña y golpe

 

Miguel Susic nació en Split en la costa Dálmata de Croacia. Llegó a TDF en 1905 tras la quimera del oro. Creyó lo que le dijeron: que el único trabajo para hacerse rico era llenar la bolsa con pepitos. Tenía 17 años cuando se dio cuenta de que el oro se había terminado con Popper, muchos antes. A partir de entonces deambuló por las estancias fueguinas trabajando como cocinero, peón y alambrador.

Quince años después se casó en Punta Arenas con una croata que había venido desde la isla Brach, también en la costa dálmata. Se llamaba Franka Suvic y había emigrado escapando del mandato paterno que trataba de imponerle con quién debería casarse.

Con el tiempo se establecieron en El Tropezón, a orillas del río Grande. Allí, aprovechando su situación geográfica, en medio de dos grandes estancias, la Primera y la Segunda Argentina, estableció un almacén de ramos generales y un pequeño hotel. Un día de junio en un invierno muy crudo (el río estaba totalmente congelado) la casa se incendió y tuvieron que empezar de nuevo.

Después de un tiempo de vivir frente al muelle de Río Grande, gestionó un campo y le adjudicaron el lote 80, ubicado en las cercanías de los lagos Chepelmut y Yehuin. En pleno ecotono fueguino. Como antes habían habitado el lugar llamado El Tropezón, a este nuevo emprendimiento lo llamó La Caída.

La primera casa que construyó estaba semienterrada en una barda de tierra, con troncos y maderas conteniendo el empuje del suelo.

Un día, a comienzos de la primavera de 1931, le dijeron que en Ushuaia el presidio pagaba mejor que el magro precio por el que malvendía las ovejas en Río Grande. Y le aseguró a su esposa que con la ganancia podría construir una buena casa para escapar de ese hoyo en la tierra contenida con troncos y maderas. Un día, con sus perros y un peón, comenzó a arrear un piño en dirección a Ushuaia.

De a pie. Ciento cincuenta kilómetros. Cuando no estaba aún abierto el Paso Garibaldi. Quizás haya usado la picada del Paso Lucas Bridges, por el cual se llegaba hasta la estancia Harberton y de ahí por la costa hasta Ushuaia. Nunca lo sabremos.

Allí, en La Caída, en medio de la nada, quedó Franka Suvic con tres niñas y un varón en el vientre. Y un caballo al que llamaban Sebastián.

Cada tarde, después de unas semanas, Franka subía a la loma tratando de anticipar la llegada de su esposo. Para las dos niñas se trataba de casi un juego cotidiano. Para Franka era la ratificación de la desesperanza que se confirmaba día tras día. Su mirada hacia el sur, en donde los cerros se convierten en montañas y el bosque se vuelve cordillerano quedaba vacía de marido. Y lloraba.

Luego la rutina: juntar alguno de los magros productos de su quinta para la cena. Unos nabos, quizás unas hojas de acelga. Papas todavía no, faltaba un mes para la cosecha. Franka cocinaba bien, convertía en sabrosos milagros la carencia.

Pasaron los meses. La reserva de leña cortada que Miguel había dejado preparada se iba agotando. Los días se acortaban y se hacían cada vez más fríos. Los ñires enrojecían y las noches de marzo traían escarcha. Y la mirada en la loma seguía enturbiándose por las lágrimas.

Franka era bella y coqueta. Cuando vino de Dalmacia tenía trenzas, pero Miguel un día se las cortó mientras dormía y a Franka no le quedó más remedio que cortarse el pelo a la garzón como quería él. Luego se habituó al pelo corto y lo mantuvo en toda la espera para que él la encontrase tal como le gustaba.

Era buena costurera. Cosía cuando sus hijas dormían, el único momento que le permitían las tareas del campo. Nada le estaba vedado: el macramé, el bordado punto cruz, colchas, cojines.

A la mañana siguiente las niñas se despertaban con el olor del pan recién horneado, fragancia que quedó en sus memorias fijado como el aroma de la felicidad. Pan, manteca, leche, todo salía de las mismas manos que la noche anterior quedaron bordando

Una tarde, como una más, subieron a la loma. Las niñas tomadas de una de las manos de la madre. La otra mano en su vientre que cada día abultaba más. Lloraba, como siempre, tratando de que sus hijas no lo notasen.

Allá arriba, mientras las niñas insistían en bajar para cabalgar sobre el dócil Sebastián, la visión de Franka se perdía en un horizonte esquivo. De pronto pidió silencio mientras la mirada adquiría un cierto brillo, como si sus ojos recuperaran el celeste intenso de Dalmacia.

Primero fue el ladrido lejano de un perro. Luego su figura.

Era él, que seis meses después regresaba. No había podido vender sus ovejas al presidio y las fue carneando y vendiendo de a una hasta la última. En el bolso traía una buena renta como para agrandar la casa del agujero.

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