sábado 02 de noviembre de 2024 - Edición Nº2537
Dar la palabra » Sociedad » 23 abr 2023

Historias y personajes

Mila: Amores, naufragios y muerte en la Isla de los Estados (Por Carlos Zampatti)

Dietrich casi se desmaya cuando la vio subir al barco: era Mila. Luego se enteró que tiempo después de su partida sus padres hicieron casarla con este hombre mayor, un capitán de la marina mercante, que le ofrecía un porvenir afín a los deseos de la familia.


(Relato del marinero Fritz recuperado en el libro de Carlos Vairo sobre naufragios en TDF)
 «Cuando la leyenda supera a la realidad, imprímase la leyenda».
(John Ford - El hombre que mató a Liberty Balance)

 

Era un pequeño pueblito ubicado en una isla cercana a Helsinki, capital de Finlandia, llamada Suomenlinna (ciudad de antiguas fortalezas inexpugnables), a fines del siglo XIX.

Allí dos niños habían sido amigos desde la más tierna infancia. Mila era bella y tenía una abundante cabellera rubia. Dietrich, de mayor edad y más circunspecto, provenía de una familia de menor nivel socioeconómico que la de ella.

Él terminó enamorado de ella, pero sabía que no podía acceder a la anuencia de sus padres dado el abismo social que los separaba. Entonces decidió el exilio marítimo: embarcó en un barco, luego otro y otros más y dio varias vueltas alrededor del mundo.

Mucho tiempo después, en una de esas vueltas de la vida, Dietrich embarcó en Helsinki en un barco que circunvalaría el cabo de Hornos, navegando en uno de los mares más temidos del mundo. El capitán era un hombre mayor y en ese viaje llevaba, en una especie de luna de miel, a su joven y flamante esposa.

Dietrich casi se desmaya cuando la vio subir al barco: era Mila. Luego se enteró que tiempo después de su partida sus padres hicieron casarla con este hombre mayor, un capitán de la marina mercante, que le ofrecía un porvenir afín a los deseos de la familia.

Dos o tres días antes de llegar a la Isla de los Estados, un fuerte temporal hizo naufragar a la Rubinstein luego de muchas horas vientos huracanados. Varios marineros fueron tragados por las enormes olas y otro, en un ataque de locura, atacó al capitán en un acceso de furia, lo mató y se suicidó.

Ocho náufragos lograron subir a un bote y abandonaron el barco que se hundía con el resto de la tripulación. Remaron durante dos días seguidos hasta que, exhaustos y hambrientos, divisaron a lo lejos una isla. La isla de los Estados.

El faro de San Juan del Salvamento, ubicado en la punta Lasserre de la bahía del mismo nombre, fue creado en 1884, por Augusto Lassere, en la misma expedición que luego fundara la subprefectura de Ushuaia. El motivo de su creación fue brindar asistencia y auxilio a los frecuentes naufragios que se producían en la zona. Consistía en una construcción octogonal de madera de lenga emplazada sobre una saliente rocosa a 60 metros sobre el nivel del mar. Tenía una pequeña dotación de 6 personas entre fareros y miembros de la subprefectura.

Una tarde de junio, con el mar en completa calma, los ocupantes del faro del fin del mundo (como lo llamaría Julio Verne en su posterior novela) divisaron el bote con los náufragos de la Rubinstein. De haber demorado el rescate algunas horas más, todos los tripulantes hubieran muerto de hambre, exhaustos y por hipotermia. Entre los 8 náufragos estaban Mila y Dietrich, aquellos cuya amistad de niños se había convertido en un amor juvenil que el designio de los adultos frustró.

Los fareros y los miembros de la Subprefectura los alojaron en las instalaciones cercanas al faro, les dieron comida y abrigo.

El reencuentro entre Dietrich y Mila en esa situación y en ese lugar del fin del mundo hizo renacer en él su amor por la joven. Al no atreverse a confesárselo, decidió amarla en silencio.

Pasó el tiempo. Por aquel entonces el pasaje de los barcos era muy espaciado y el rescate para llevarlos a algún puerto seguro se demoraba.

Según el relato de Fritz, un marinero de la dotación del faro que fue testigo de esta historia, «Mila era casi una niña, pero su dignidad inspiraba cariño y respeto. Todos la queríamos y la ayudábamos en sus quehaceres diarios, pues ella nos cocinaba, administraba la despensa y cuidaba los cabritos». Dietrich, el piloto de la Rubinstein, la protegía y acompañaba sin cesar.

Un mes después del naufragio llegó a San Juan del Salvamento el cúter Santa Cruz, trayendo a bordo al gobernador de Tierra del Fuego, capitán Félix Mariano Paz, el primer gobernador de Tierra del Fuego (1884/90). Dejó un nuevo subprefecto al mando, a dos asistentes y continuó navegando hacia Ushuaia.

Uno de ellos se llamaba Paul y era un porteño típico que había dilapidado parte de la fortuna familiar. Su padre lo embarcó con rumbo a los mares australes con la esperanza de que sentara cabeza y encarase un emprendimiento de caza de lobos de dos pelos.

Al subprefecto la presencia de la mujer no le resultó grata, pues decía que una mujer sin marido en esas circunstancias sólo podría causar incidentes desagradables.

Ella, mientras tanto, no se consideraba desgraciada en su situación. Si bien extrañaba a sus padres, sus amigos y su tierra, «sentía que podía llegar a ser feliz en la isla. Le gustaban las costumbres libres, sin las restricciones ridículas del mundo. Amaba esos paisajes y esa vida que consideraba excepcional».

A dos meses de su llegada, el subprefecto enfermó de tal forma que todos temieron por su vida. Mila se convirtió entonces en la enfermera del paciente y muchas noches veló a la cabecera de aquel hombre, prodigándole todos los cuidados. Paul también cuidaba al enfermo y allí comenzaron a verse sin testigos. Como era de esperar y para desesperación de Dietrich, el muchacho no tardó en enamorar a la joven mujer.

A los pocos días pasó el Transporte Villarino y se llevó al enfermo. También embarcaron 3 de los náufragos con rumbo a Punta Arenas. Mila y Dietrich quedaron en San Juan del Salvamento.

Paul quedó a cargo de la prefectura. Dietrich, convertido en la sombra de Mila, casi ni hablaba y sus ojos no podían disimular el odio implacable que le producía el presumido Paul.

Un día, Paul ―advertido de los sentimientos de Dietrich― lo envió junto con un marinero a una misión ficticia: rescatar unos náufragos que presuntamente habían sido divisados desde el faro. No volvieron nunca más.

Todos los hombres de lugar adivinaron lo sucedido: Paul, la noche anterior, había averiado el bote de Dietrich de tal forma que se hundiría luego de un cierto tiempo de navegación.

Pasaron los días. La sorda indignación de todos se hacía cada vez más perceptible. Paul, temiendo por su integridad (entre aquellos rudos hombres de mar ese tipo de traiciones no se perdonaba), un día se fugó con la mejor lancha del destacamento y nunca más se supo de él. Probablemente se haya unido con algunos de los tantos loberos y aventureros que abundaban en los distintos lugares de la isla.

Mila, sin conocer la verdad de lo sucedido, vivió los días siguientes sólo para la espera de su amado. Trepaba cada mañana al vértice más alto de la montaña en busca del menor vestigio de la lancha con la que se había ido Paul.

Así pasaba todo el día todos los días.

Tanta era su desesperación que Fritz, también silenciosamente enamorado de ella, un día le contó toda la verdad: que Paul había averiado a propósito el bote de Dietrich para que se ahogara y que luego había huido porque temía una venganza por parte de los marineros de la subprefectura.

Todos temieron que Mila en su angustia hiciera algo irreversible. Entonces el personal decidió cuidarla y no dejarla sola ni un momento. A pesar de ello, una mañana encontraron su lecho vacío. Imaginando lo peor la buscaron infructuosamente por los alrededores.

Al día siguiente encontraron su cadáver flotando en el mar, en las restingas de Punta Lasserre, al pie de la montaña que cae vertical hacia el mar y en donde ella pasaba los días esperando el regreso de Paul. Mila no pudo soportar la carga emocional de sentirse responsable del crimen que cometió el ambicioso porteño a cargo de la subprefectura. Aun sin amar a Dietrich, para ella él representaba la fidelidad de su hogar y su pueblo finlandés en la Isla de los Estados.

El marinero Fritz, que había sentido que la llegada de Mila convertía a ese inhóspito promontorio rocoso en un paraíso terrenal, preso de un desasosiego sin límites, cargó su cadáver a un bote y lo depositó bajo un lecho de piedras al fondo de la bahía San Juan del Salvamento.

Una tosca cruz de hierro fue la única identificación de una tumba que se fue perdiendo con las borrascas y el paso inapelable del tiempo.

 

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