Casi todas las personas que conozco se muestran renuentes a hablar de la Justicia. Les parece un tema lejano, abstracto, tedioso o inalcanzable. Los entiendo.
Durante años, buena parte de los actores judiciales han favorecido ese tipo de posturas. El lenguaje técnico, esa jerga inentendible con que hablan y escriben algunos funcionarios o jueces. Ese pedestal en el que se colocan ciertos miembros de la casta judicial, para dirigirse desde el púlpito a una plebe que los escucha sin comprender. La Justicia ha forjado esa distancia entre las personas comunes y la institución. En gran medida porque esa distancia le permite acumular más poder. Lo que no se entiende da miedo. Y el miedo permite la dominación. Y de paso los privilegios, los sueldos siderales, los edificios palaciegos y las prebendas.
Otra parte de la sociedad obra por intuición. Se da cuenta de todo esto aunque no pueda comprenderlo, aunque no tenga las pruebas para demostrarlo. Y entonces reúne en una misma bolsa a cualquier actor primario o secundario relacionado con el funcionamiento de la Justicia. No es lo ideal. No es constructivo. Pero también los entiendo.
Sin embargo, hay un momento fundamental en la comprensión de los temas judiciales, y es el caso concreto.
Cuando aparece un hecho que conmueve por sus características, que es sencillo de entender y que salta las barreras del lenguaje encriptado y los códigos procesales, entonces la mayoría de las personas toma real conciencia sobre la importancia de contar con un Poder Judicial independiente.
En las últimas horas, la esposa de un relator del Superior Tribunal de Justicia de la provincia se animó a denunciar a su marido por violencia de género.
La mujer hizo la denuncia penal, prestó declaración y se sometió al sistema de juzgamiento ordinario. Pero en un acto de valentía, posiblemente extraído de las últimas fuerzas y del instinto que le quedaba, decidió relatar lo que le había pasado y subirlo a las redes sociales. Allí mostró su cuerpo y su rostro desfigurado por los golpes. Lloró mirando a la cámara. Desnudó su calvario de los últimos años y dijo temer por su vida.
Carla, una instructora de pilates oriunda de la provincia de Chaco, contó que está casada con el relator Marcelo Guzmán desde hace 12 años y que lo conoce desde hace 15, cuando ambos coincidieron en la provincia de Córdoba.
“Íbamos a vivir en Chaco pero él propuso venir aquí (dijo por la ciudad de Ushuaia) Criamos juntos a una hija de mi anterior matrimonio. Teníamos un proyecto y él hizo muchas promesas, pero con la convivencia empezó a ejercer infinidad de situaciones de violencia, psicológica, económica y últimamente física”, relató la mujer.
Dijo también que tardó en hacer las denuncias porque depende económicamente de su marido para gastos elementales como el alquiler de su casa, y porque “él trabaja con gente muy poderosa en la Justicia”, puntualizó.
“De hecho fui a ver a varios abogados para que me representaran y cuando se enteraban quién era mi marido y para quién trabajaba, ponían cualquier excusa para no tomar el caso”, señaló la víctima en el video subido a las redes.
“Me ha hecho cosas que ni en una película aparecerían. No me gusta ventilar mi intimidad, pero lo hago porque temo por mi vida. Y quiero dejar este testimonio por si algo me sucede”, concluyó la mujer en la filmación casera.
El caso concreto produjo la conmoción que de otra manera no sucede. Guzmán fue separado preventivamente de su cargo pero recién cuando las imágenes de Carla se diseminaban por todo el país, y no antes.
Su jefe directo, el juez del Superior Tribunal Ernesto Loffler, tuvo que firmar un comunicado reafirmando su compromiso contra todo tipo de violencia, en especial la de género.
Entonces nos enteramos que Guzmán, un ex legislador de la provincia de Córdoba y ex secretario del Juzgado Electoral de la provincia, se había tomado una licencia psiquiátrica en 2016, cuando no pudo cumplir su sueño de ser nombrado juez Electoral y había sido relegado a un cargo de menor relevancia.
Y supimos que aún de licencia psiquiátrica, se desempeñaba como docente en las sedes fueguinas de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales. Justamente en la UCES es donde el juez Loffler no solo es “profesor emérito” sino que ejerce un enorme poder de influencia.
Entonces no debe ser casualidad que cuando la Legislatura provincial amplió el Superior Tribunal de tres a cinco a integrantes en plena pandemia, y el Consejo de la Magistratura designó en uno de los cargos a Loffler, mediante un concurso expres, fue el integrante de la familia con mayor influencia en la justicia y la política fueguina el que decidió rescatar a Guzmán de su exilio psiquiátrico para transformarlo en su mano derecha como relator en el Superior Tribunal.
¿Quién le dio de alta a Guzmán de su licencia? ¿Cuántos funcionarios judiciales y jueces han concretado la capacitación obligatoria sobre violencia de género que establece la Ley Micaela?
El caso concreto instala preguntas que de otro modo pasarían desapercibidas.
El llanto de Carla, su calvario personal, sirven también como una puerta de entrada para entender cómo funciona la Justicia prebendaria de Tierra del Fuego.
Si uno lo dice así pareciera algo abstracto. Pero no. Porque el caso concreto muestra. Y si Carla se vuelve en poco tiempo a su Chaco natal, y a Guzman lo indagan en septiembre por un delito menor y nunca lo detienen, y si finalmente el caso se resuelve sin un juicio, por algunos de los mecanismos de resolución alternativa, como la omisión de debate o la probation, y si el funcionario finalmente no es desafectado del Poder Judicial y sigue trabajando en otro puesto. Y si el tiempo lo va cubriendo todo. Y si el poder actúa como servicio de protección. Entonces tendremos una muestra cabal y precisa de cómo funciona el Poder Judicial por dentro, a qué intereses sirve y porqué se perpetua en el tiempo.
La Justicia es abstracta. Los casos concretos muestran. Las lágrimas de Carla reclaman. La Justicia Adicta no se rinde jamás.