miércoles 24 de abril de 2024 - Edición Nº2345
Dar la palabra » Sociedad » 2 jul 2021

Postales de viajes patagónicos

Breve estatus epistemológico del parabrisas (Por F. Seleme)

Panel de vidrio laminado, anclado con la resistencia esbelta de una aguda aerodinámica, desplegando su curvatura pulida y destellante del brillo de las pompas de jabón, el parabrisas es, en el diseño del automóvil, el grado cero del material y el grado máximo de la función, que instaura la paradoja de una permeabilidad sin tránsito y una apertura infranqueable.


Conducir a través de la Patagonia es siempre una experiencia de inmersión en la abstracción de la nada sobre una cinta monótona de kilómetros infinitos. En el espacio irremediablemente inabarcable, unas distancias, siempre indiferentes a cualquier velocidad, hacen del auto en marcha una irrisoria proyección espectral. Una transpolación mecánica, en un lugar inverosímil, de la figura mítica de los centauros, donde el motor representa inequívocamente la fuerza animal de los caballos y el parabrisas todos los aspectos de la inteligencia humana: abstracción, distinción, claridad y proyección sublimada. Y es así como, buscando ser procesado, un torbellino de datos de ausencia, silencio y soledad árida traspone y discurre por ese cristal frontal y fantasmático del parabrisas que se erige en instrumento imperceptible, de estructuración y acceso, a la verdad del viaje.

Panel de vidrio laminado, anclado con la resistencia esbelta de una aguda aerodinámica, desplegando su curvatura pulida y destellante del brillo de las pompas de jabón, el parabrisas es, en el diseño del automóvil, el grado cero del material y el grado máximo de la función, que instaura la paradoja de una permeabilidad sin tránsito y una apertura infranqueable. A tal punto que promete congelar el estallido sin fragmentarse, en caso de un siempre asumido posible accidente.  Y en esto van las virtudes esenciales del parabrisas que no son tanto técnicas como morales: temple, lealtad, transparencia, objetividad, pureza, inflexibilidad y una inmensa connotación de protección profiláctica.

Rodando sobre el aire de los neumáticos, en medio de un mar de ripio y matas, bajo un cielo inmensamente luminoso y brillante, mientras el pensamiento flota en un exceso desmesurado de tiempo, se impone la percepción de la fragante contradicción entre el ambiente abierto de la estepa interminable y la cápsula cerrada del vehículo. En esa situación el parabrisas es el médium dialéctico que por un lado ofrece posibilidades vívidas de comunicación, pero instituye simultáneamente un corte invisible y material que impide que esa comunicación se convierta en una apertura real al mundo.

Aislante transparente y cartesiano, que da acceso al goce del encierro en su paroxismo de pulsión escópica, cuando desde una interioridad sin fisuras es posible ver el vacío de un horizonte exterior infinito y, en un mismo acto, definir el interior como lo contrario. Intercesión que uno descubre con un estructuralismo de ocasión cuando la mente, inmersa en la ondulación tediosa de un manejo sin sobresaltos, empieza a fluctuar concentrándose ya sea en la transparencia cercana del vidrio o en la distancia profunda del paisaje, del mismo modo como puede captarse alternativamente el significante o el significado de un signo. Ahí se descubre que la relación entre el parabrisas y el entorno es la de la alternancia entre el sentido y la forma. Mientras el vidrio es presente y vacío, el paisaje es ilusorio y lleno.

La operación central del parabrisas es la de sustraer la intemperie y destemplanza del entorno. Y en ese cuidado, el vidrio delantero espiritualiza la naturaleza porque le resta todas sus fuerzas y energías de afectación material como el roce, la temperatura o el ruido. Los elementos del exterior, de este modo, son introducidos estériles al dominio de la contemplación personal. Y en el parabrisas, siempre enmarcado en una relación de proporción similar a la de la pantalla de cine, el paisaje se dinamiza a título de espectáculo. Se trata, concretamente, de una película invertida, donde el fluir de la imagen es producido por el movimiento acelerado del lente y la butaca del espectador, quien conduce interpretando el guion escrito por un ingeniero vial en dos reglones en blanco hechos de asfalto. Y si la niebla, la lluvia, la nieve o la noche hacen desaparecer la perspectiva del paisaje, el parabrisas se convierte en pantalla de computadora o celular donde la inmersión en la imagen plana es total ya que la visibilidad se reduce a la inmediata idealización de líneas, luces y señales reflectantes.

Como sea, viajar por el exorbitante desierto patagónico renueva a cada paso la idéntica necesidad del movimiento y a la vez suspende el placer de la velocidad. Las mesetas se suceden como escalones de Escher y en el dial de la radio se captan y pierden aleatoriamente señales desde ciudades invisibles y quiméricas en aquella situación. Y con el sonido de fondo de locutores desconocidos a cargo de temas ajenos, la proyección sobre el parabrisas es siempre la integración congelada del tiempo y el espacio, eximida del relieve y el devenir, lo que nos entrega, en cierta manera, a una suerte de uniforme y rectilínea inmovilidad sublime y a una contemplación indiferente. Lo percibido no refleja más que el signo resultante de la composición de conjunto de las cosas, en la coherencia absoluta entre la superficialidad material del mundo y el recogimiento místico individual del aburrimiento. El conductor es la pauta perfecta del voyeur-voyageur. Y absorbido por la mirada, el erotismo que el parabrisas le concita es el de la alucinación narcisista. Aún si se viaja con acompañante, la seducción no es la del contacto sexual activo, sino la de la comunión pasiva autoerótica en pareja sobre un mismo objeto.

El parabrisas no oculta nada ni dice la verdad. Sólo modula. Retina sin persistencia retentiva, la imagen del viaje es, en el parabrisas, la de la fugacidad del instante. Impresiones sin retorno frente a las que se articula el reflejo ritual extático de la gestualidad del control que trazan mirada, mano y dirección. En el parabrisas la ruta se sigue y se evalúa mientras el paisaje nos irradia y nos traspasa hieráticos. Percepción y olvido de la convergencia. Todo punto es alcanzado para ser superado en la disipación inmediata del encuentro. Y devorado detrás por una inmensidad idéntica a la del frente, lo que era por un momento futuro en el parabrisas se vuelve nostalgia, apenas un segundo, en el espejo retrovisor.

 

(Fabio Seleme)

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