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Dar la palabra » Política » 28 jun 2021

Mamá me enseñó a leer (Por Olaf Jovanovich)

Un día de otoño, en Río Grande, me pidió que la llevara desde el consultorio hasta casa. Cruzamos la mitad del pueblo y llegando a casa -que tenía un par de manzanas vacías enfrente- me dijo: ¡Pará, pará! Bajó de la camioneta, pucho en mano, miró hacia el lugar donde el cielo formaba una especie de marea de fuego, esos atardeceres que suceden a veces en el sur. Dio una pitada al cigarrillo, despacio, soltó el humo como si pesara. Levantó las manos y formó con los dedos índice y pulgar un cuadrado, cerró un ojo, como un franco tirador al borde de la sentencia última.


Por:
Olaf Jovanovich

Mamá me enseñó a leer. Ojo, no a saber cómo se juntan las letras para formar los sonidos y las palabras. No, a eso me lo enseñó la escuela. Mamá me enseñó otra cosa. Ella leía mucho, todas las noches podías verla con un libro nuevo en las manos acostada sobre la cama. No guardaba los libros, hubiese sido un estorbo para una familia que tenía como costumbre mudarse de provincia o de país cada 10 o 15 años.

Hace mucho tiempo, estaba en el galpón de atrás de la casa que oficiaba de consultorio de mamá y encontré una caja con libros, tirada, amontonada en el fondo, sin orden ni reparo. Era un lugar donde los libros tenían el mismo valor que unos zapatos viejos o que unas cubiertas usadas. Tenía 14 años y aquella tarde encontré, tapado de tierra, “Bajo la rueda” de Herman Hesse. Tres días después volví al galpón para rescatar otro libro. El hecho había sucedido, había terminado el primer libro de mi vida por afuera de los parámetros escolares y de niñez.

No recuerdo si fue esa semana o la siguiente que, por la noche, fui a hablar con mamá. Le pregunté por el libro y se acordaba de haberlo leído más de una vez. En esa época temprana no tenía el aprecio que tengo hoy por los libros, por los objetos libros. Podría decir que la biblioteca es el lugar más lindo de casa, y si me arriesgo un poco, podría ir decir más aún, la biblioteca es el lugar más mío de casa.  En mi casa actual, mi casa de adulto y padre, tengo una biblioteca bastante grande. Durante algún tiempo, tiempos de ahora, tuve una pesadilla recurrente que se relacionaba a ese lugar: la biblioteca se inundaba, los libros flotando, ahogados, muertos. Los subrayados y acotaciones de sus hojas se mezclaban con el agua en una imagen trágica, violenta. Muchos años de mi vida flotando irrecuperables. El catálogo de recuerdos, de historias y fragmentos marcados por la punta de un lápiz, totalmente destruidos. Me invadía una desolación y un sentimiento de pérdida absoluta. Despertaba, siempre, con la sensación infantil de ¿Por qué a mí? ¿Por qué los libros? …iba inevitablemente a verlos, a certificar la ficción de la pesadilla que todavía se sentía en el aire.

Mamá, estoy seguro, nunca tuvo una pesadilla parecida, la relación con sus libros -si podemos aplicarles un sentido de propiedad a unos objetos que estaban abandonados a la suerte de cualquier cosa menos los ojos de mi madre- era la misma que se podía plantear entre una cubierta usada y un humano.

Mamá leía muy rápido, casi al borde de la fantasía. Muchas mañanas, me comentaba de libros enteros leídos la noche anterior. Dudé durante algún tiempo sobre la veracidad de esas afirmaciones; pero qué necesidad tiene una persona de mentir, si su relación con los libros era casi de abuso deshonesto.

Perdón que me fui por las ramas, les decía que mamá me enseñó a leer. Nunca se sentó conmigo durante horas a explicarme el valor de la lectura. Tampoco me habló de Kundera o del Realismo Mágico. Pero más allá de ello, fue ella quien lo hizo, y de una forma muy simple. Mamá tenía la costumbre de salir a sacar fotos, podía ser dando vueltas a la manzana, por la ciudad o por el mundo. El ojo fino, el culo inquieto y la capacidad de despegarse de lo que la rodeaba le permitió hacer de eso un ejercicio real, periódico. Ella y su cámara, dúo extraño, relación extraña; la cámara no eran los libros. Siempre creí que había algo adentro de la cámara que agregaba valor, que transformaba la realidad, que le daba un sentido que el ojo no tenía. Recuerdo haber pensado: hay algo ahí, algo duro, con fuerza de estructura, de fundamento de toda una vida, algo que mamá encontró. No quiero exagerar, ni decir que me he tentado de estudiar cómo funcionan las cámaras para ver si encontraba, allí, la olla llena de oro del final del arcoíris. No hay nada, me repetí más de una vez. También busqué afuera, en el resultado, en las imágenes, en las fotos. La belleza no me alcanza como explicación causal, no me llega a explicar el porqué del ojo pegado durante tanto tiempo en esa mirilla (que llegué a sentirla como algo siniestro, como la ventana de un fetiche). Luego, busqué en la acción, en el proceso de sacar las fotos, ahí encontré algo, un espacio, que a veces compartía con otros, pero que era fundamentalmente suyo. Pensé que era su lugar. No lo sé.

Muchas veces la vi sacar fotos imaginarias, ir con ella para cualquier lado, en cualquier momento, y escucharla: ¡pará, pará!, mirá que linda foto…. Creo que sería engorroso enumerar las veces que me sucedió esto; seguramente cualquiera de mis hermanos podría decir los mismo, ni hablar de papá. Pero, como les decía hace un rato, mamá me enseñó a leer, y a ese lugar voy.

Un día de otoño, en Río Grande, me pidió que la llevara desde el consultorio hasta casa. Cruzamos la mitad del pueblo y llegando a casa -que tenía un par de manzanas vacías enfrente- me dijo: ¡Pará, pará! Bajó de la camioneta, pucho en mano, miró hacia el lugar donde el cielo formaba una especie de marea de fuego, esos atardeceres que suceden a veces en el sur. Dio una pitada al cigarrillo, despacio, soltó el humo como si pesara. Levantó las manos y formó con los dedos índice y pulgar un cuadrado, cerró un ojo, como un franco tirador al borde de la sentencia última. Se quedó quieta, si arriesgo, apostaría que no respiró por varios segundos. Bajó los brazos, volvió a pitar y luego se dio vuelta. Cuando la vi volver entendí lo que no había entendido hasta ese momento. Vi el cuerpo entero de mi madre coordinado, alineado, moviéndose con un objetivo claro, como si fuera que desde la punta de los pies hasta el último cabello tenían sentido en la unidad de ese movimiento, que su función en este mundo, era simplemente, cada tanto, hacer eso, ponerse en posición cerrar un ojo y grabar en algún lado una imagen, a veces en una cámara, otras en un recuerdo. Ese día, entendí que sacar fotos no era por fuera de ella. Ella era eso, su mundo tenía sentido solamente allí. Se subió a la camioneta y dijo: ahora sí, vamos. Viste que linda foto ¿no?

Reí mucho por dentro, a cuenta de lo fácil que era predecirla. Puse primera y salimos, estábamos a dos cuadras de casa, llegamos, ella entró y yo me quedé unos segundos afuera, mirando el atardecer. Me avergoncé cuando, sin saber por qué, mis manos formaron un cuadrado con los dedos y apuntando con un solo ojo miré el cielo.

Algunos años después, estaba en la Plaza Moreno en La Plata, cuando una pareja comenzó a discutir enfrente mío. Detrás de ellos La Catedral imponía un escenario tremendo. Inmediatamente todo se transformó en una trama, en un capítulo de una novela, donde los personajes ocultaban su doble vida detrás de la discusión. Se me cruzaron Cortazar, Levrero, Perec en ese mismo instante; incluso imaginé un asesinato a lo Dostoievski. Habían pasado muchos años y muchos libros desde aquel día con mamá y su foto imaginaria. Episodios que comenzaron a sucederme de forma más seguida en la medida que mi biblioteca se agrandaba. En aquella época de mi vida, la literatura ya era un continuo, un algo que sucedida diariamente, estuviese leyendo o no.            

Una de esas tardes, volviendo a casa, me encontré con uno de esos atardeceres que, en La Plata, se daban menos que en el sur. Iba con Eva que ya tenía 4 años. Me paré enfrente de casa y me acordé de mamá. Miré al cielo y esta vez no hice un cuadrado con mis dedos, ni me avergoncé por lo que sucedió, sino que pensé que era una linda imagen para empezar un cuento.

Hace un par de días visité mi casa de La Plata. Antes de volver, recorrí muy lentamente la biblioteca buscando algo, ansioso pero calmado, di un paseo libro por libro hasta encontrarlo. “La casa verde” de Vargas Llosa. Fue la última charla que tuve con mamá de literatura. Era raro en ella que me recomendara libros, pero aquella vez me insistió que leyera ese libro y me contó que lo había leído 4 veces seguidas. Recuerdo que lo compré bien llegué de la Pampa, después de esa charla. Lo comencé y sucedió algo que no suele sucederme, no lo terminé, de hecho, lo abandoné a las pocas páginas. No opuse mucha resistencia ni busqué explicaciones, solamente cambié de libro. Unos meses más tarde, viajé de urgencia a la Pampa y mamá murió. No llegué a charlar con ella, ya no podía hablar.

Mañana voy a empezar “La casa verde”. Seguramente dentro del libro te encontraré mirando lejos, con los dedos formando un pequeño cuadrado y con un ojo cerrado, y te diré: ¡Hola vieja! que linda imagen para terminar un cuento ¿no?

 

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