viernes 26 de abril de 2024 - Edición Nº2347
Dar la palabra » Cultura » 2 oct 2020

La búsqueda de la identidad social en TDF

PODCAST. Nosotros los Fueguinos 45: Yo fui testigo, un folletín en dos entregas. Parte 2 (Por Gabriel Ramonet)

A un par de metros, contemplo la escena y por primera vez siento lástima por todos los que están allí. Incluso por el oficial escribiente que cuando tenía todo listo, se da cuenta de que no tiene hojas en blanco para imprimir el acta.


Siempre salgo de terapia con una especie de sensación liberadora. No por haber tratado algún tema en particular, sino por la mera experiencia que me produce haber hurgado un rato entre mis recuerdos, mis conflictos y mis miserias.

Camino unos pasos por el espacio cubierto de césped que separa la entrada a los consultorios de la puerta de acceso al predio, y miro el cielo nublado. Aspiro el aire un poco más tibio que en las últimas jornadas y me pregunto si habrá sido la última nevada importante del año.

Cuando bajo la vista me encandilan las luces rojas y envolventes de un patrullero que se detiene a unos metros. Descienden dos policías con barbijos. Me abordan amablemente. Percibo el respeto en su tono de voz. Uno de ellos me informa sobre un procedimiento judicial a unas pocas cuadras. Dice que fui seleccionado como testigo, que la tarea me insumirá unos pocos minutos y que constituye una carga pública.

Cualquier otra persona podría haberse sentido intimidado por la escena. Un patrullero que se detiene. La autoridad implícita de los uniformes. La seriedad del requerimiento.

No es mi caso. Llevo 25 años cubriendo casos judiciales para todo tipo de medios de comunicación. Estoy acostumbrado a lidiar con policías, con jueces y con fiscales. Conozco de memoria este tipo de actividades. Y, sobre todo, tengo perfectamente claro que puedo negarme con cualquier excusa. Puedo decir que me esperan en el trabajo para un cierre de edición. O simplemente que debo cuidar a un familiar enfermo. Cualquiera de esos argumentos haría recular a los oficiales, saludarme con decoro y seguir viaje cada uno por su lado.

Sin embargo, me encuentran sin ninguna preparación, acaso con la desnudez de espíritu que implica haber estado un rato contándole a un extraño los padeceres más íntimos. Encima uno de los policías me resulta convincente. Pide con amabilidad y jura que todo será cosa de unos pocos minutos. En un rapto de anestesia argumentativa, acepto.

Subo al patrullero en el asiento de atrás. ¿Es muy lejos?, pregunto. Me dicen que antes pasamos por la comisaría a buscar a otras personas y luego seguimos. Primer cambio de planes. Para qué habré aceptado.

Llegamos a la dependencia. “Baje por favor”. Me sientan en unos bancos. Al lado hay un muchacho de unos 20 años, con herramientas de construcción que sobresalen de un bolso. Enseguida deduzco que es el otro testigo. Siempre buscan a dos para un procedimiento. Él tiene cara de no saberlo, y de susto. Yo, en cambio, sé más o menos todo lo que viene. Me da un poco de ternura su inexperiencia.  Hasta que recuerdo haber aceptado igual que él, y entonces se me pasa.

Quince minutos de espera. El allanamiento está a cargo de otra comisaría, cuyo personal está por llegar. Los colegas de la jurisdicción les hicieron el favor de recolectar dos testigos. Salieron de ronda y me engancharon a mí. Y al pibe que ahora pregunta cuánto falta.

Llegan los ratis del otro barrio. Nos suben a los testigos, otra vez a un patrullero. Adelante se sientan dos oficiales que conversan mínimos datos sobre el caso. Ahí me entero que buscamos un arma de fuego con la que se habría cometido un delito. De una manera extraña, empiezo a pensar en plural. Es como si, de repente, me hubiese integrado a un comando Swat al que le acaban de asignar una próxima misión.

Hacemos como veinte cuadras en el auto. Aquello de que era cerca ha dejado de ser verdad, como también lo de la duración breve del operativo. Tomo conciencia mientras me siento más estúpido.

Nuestro patrullero, porque a esa altura ya soy parte de un comando especial de guerra, sigue de cerca a otro. Damos vueltas en una esquina. El otro se detiene. Sigue. Frena. Vuelve a arrancar. “Estos boludos se equivocaron. No es por acá”, dice el conductor de mi batallón. Después acelera y se pone a la par del otro auto. Baja la ventanilla. “¿Sabén dónde es?, pregunta. “Más o menos. ¿Ustedes conocen la zona?, responden desde el otro lado de la trinchera. “Pensé que ustedes sabían”, contesta mi comandante. Después sube la ventanilla y se pone al frente de la tropa. “Estos pibes”, murmura por lo bajo.

Damos unas vueltas más por el barrio oscuro y calles de barro. Llegamos a una cortada. Al frente hay nada más que bosque. Giramos a la izquierda. “Mirá la numeración”, le pide el conductor a su ayudante. “4200”, se escucha decir desde el lado del acompañante”. “Ah, entonces era para el otro lado”.

Damos la vuelta en U, en medio de la calle, a toda velocidad. Pienso en el riesgo de que nos hagan una multa, pero enseguida descanso en el suave y mullido almohadón de la impunidad. Y seguimos viaje.

Nos detenemos en la puerta de la casa del procedimiento, pero de la vereda de enfrente. ¿Bajamos?, pregunto. “Si, por favor”, contestan los uniformados, que también descienden del patrullero.

A la vuelta de la esquina hay un auto detenido con varios ocupantes. Miran en actitud sospechosa y parecen acelerar los movimientos como para querer marcharse lo más rápido posible. Uno de los policías se da cuenta y los observa. Enseguida le ordena a un compañero: “andá, seguilos e identificalos”.

Nos dirijimos hacia la puerta de la vivienda, sencilla pero coqueta. Hay luces y movimiento de gente adentro. No parecen haber advertido nuestra presencia. El jefe del operativo nos habla a los dos testigos: “Bueno, vamos a concretar el allanamiento. Vamos a golpear la puerta y presentarnos. Si nos dejan pasar no hay problema. Caso contrario, si se resisten, vamos a entrar por la fuerza. Ustedes vienen con nosotros adelante”, dispone el oficial cuyo nombre y rango siguen siendo un misterio para mí.

Mientras franqueamos la cerca y nos dirigimos hacia la puerta de entrada, aprovecho esos instantes para un razonamiento de supervivencia: está por comenzar un procedimiento cuyo objetivo es la búsqueda de un arma de fuego. ¿Es muy ilógico pensar que el acusado haga uso de ese objeto y nos reciba a los tiros? En tal caso, ¿está bien que los testigos, que somos los únicos sin chalecos antibala, y sin armas para defendernos, vayamos adelante del pelotón?

El oficial golpea la puerta, y las respuestas, entonces, comienzan a aparecer.

 

 

Me tranquilizo apelando a una lógica más digna de una película que de la realidad. Pienso que si el dueño del arma está en casa, tal vez esté más preocupado por esconderla que por dispararla contra el ejército de uniformados visitantes de su domicilio. Y que si su estrategia incluyera la violencia, las mayores chances de éxito hubieran consistido en accionar la pistola parapetado desde el interior, algo que ya no ha sucedido, para bien del narrador de esta historia y de sus compañeros.

Una mujer abre la puerta. Es de mediana edad, algo robusta y retacona. “Si, pasen”, contesta enseguida, sin dejar terminar de hablar al policía que porta la orden de allanamiento.

De a uno vamos pasando al living, que también es el comedor de la casa. A la mesa está sentado un hombre, comiendo una especie de picada, con fiambre y galletitas de agua. Apenas mira a los policías que se acomodan a su alrededor. Sigue comiendo y relojeando la pantalla de un televisor encendido. Al lado del hombre, sentada a la misma mesa, hay una anciana de unos 80 años, con mirada perdida y ajena por completo a la realidad que la circunda.

En la parte posterior del ambiente se ven las puertas de dos dormitorios. Uno tiene la luz apagada, aunque se alcanza a divisar una cama matrimonial a medio hacer. Del otro salen dos adolescentes entusiasmados, una chica y un joven que porta un bolso y un mate. “Son discapacitados”, se apura a informar la señora que nos abrió la puerta. “No tienen nada que ver”.

El jefe del allanamiento toma la palabra. Explica que estamos cumpliendo la orden de un juez y que buscamos un arma de fuego utilizada para cometer un ilícito. Pronuncia el nombre del dueño del arma y pregunta si está en casa. “Es mi hijo, pero no está ahora. Viene de vez en cuándo a dormir con la novia”, contesta la mujer.

Después, el policía pide saber quiénes son las personas que están en el domicilio. La mujer, complace el pedido: “él es mi marido, pero no es el padre de mi hijo”, dice señalando al hombre que por primera vez levanta la vista y nos mira como diciendo “es lo que me tocó”. “La señora es la mamá de mi marido, tiene Alzeimer”, aclara mientras la anciana sigue sumergida en su propio mundo.

“Ella es mi hija, y él es su amigo que vino de visita”, completa la señora en su involuntario rol de presentadora.

El chico con discapacidad se cuelga el bolso, agarra el termo de la mesa y saluda a todos casi en un grito. “Chau, gracias por todo…”, saluda, e intenta abrir la puerta para irse. Pero un efectivo se pone enfrente y le impide la salida.

“Él no tiene nada que ver. Está de visita. La mamá vino a buscarlo y está esperándolo afuera”, explica la dueña de casa en tono de súplica. El jefe policial se aferra a las normas. “Cuando hay un allanamiento, nadie puede entrar ni salir hasta que termine”, retruca.

La situación se pone tensa por primera vez. El jefe lo advierte, e interviene. Propone una solución. Identifican al chico, revisan sus pertenencias, y se puede ir. Así se hace. Para el chico no parece ser nada traumático. “Cuando sea grande, quiero ser policía”, les confiesa a los uniformados. El jefe comprende que la charla sirve para distender los ánimos, y conversa con el joven. ¿Qué es lo que más te gusta de ser policía?, pregunta. “Jugar al fútbol”, dice el chico. Se hace un silencio más tenso que al principio, hasta que finalmente lo dejan ir.

Comienza el rastrillaje del arma. Los efectivos se dividen en dos grupos. Uno se dirige a los dormitorios, junto al otro testigo. Yo me quedo en la cocina, observando como revuelven la alacena, el microondas, el interior del lavarropas, los frascos de galletitas, el horno y todo recipiente en cuyo interior puede caber una pistola.

Cuándo viene su hijo, ¿dónde duerme?, inquiere el jefe a la dueña de casa. “Arriba, hay un altillo con dos camas, mostrale”, responde la mujer. El marido corre una traba disimulada en el techo, baja una puerta y desliza una escalera hasta el suelo. “Usted, por favor, venga conmigo”, me pide el policía que había revisado la cocina.

Subimos por la escalera en la que apenas cabe una persona por vez. El altillo es un rectángulo de unos pocos metros cuadrados, con olor a encierro y humedad. Hay un colchón en el piso, ropa desperdigada por todos lados, un placard, una cómoda con cajones y un televisor colgado en la pared. Los policías dan vuelta todo. Sacan y no vuelven a poner nada como estaba antes. Aunque tampoco dañan ni hacen uso de violencia innecesaria. Caen al suelo paquetes de cigarrillos, relojes, ropa interior, peluches. De todo menos armas de fuego. Cuando dan vuelta el colchón de la cama, un gato refugiado entre valijas huye del ambiente con rumbo desconocido.

Bajamos. La pistola no aparece por ningún lado. Los policías desisten y empiezan a labrar un acta en la mesa donde hasta hace un rato se comía la picada y se miraba la tele. La madre del imputado se sienta por primera vez en una silla y se toma la cabeza, en señal de cansancio y de incredulidad. “¿En qué se habrá metido?”, murmura por lo bajo. “Un arma, un arma”, repite.

La anciana le toma el brazo a su hijo y pregunta “cuándo nos vamos de acá”. El hombre la tranquiliza y le dice que no se preocupe, que ya falta poco.

La joven con discapacidad está preocupada porque los policías dejaron caer el agua del gato, y se mojó el suelo. “Ahora voy a tener que limpiar”, dice, y de inmediato se lanza a la tarea de buscar un trapo para secar la superficie húmeda.

A un par de metros, contemplo la escena y por primera vez siento lástima por todos los que están allí. Incluso por el oficial escribiente que cuando tenía todo listo, se da cuenta de que no tiene hojas en blanco para imprimir el acta.

Ya no tengo miedo por ningún arma y por ningún delincuente que pueda estar oculto detrás de cualquier sillón. Veo una madre que sufre por un hijo descarriado y por el futuro de una hija que quien sabe cómo se las arreglará en su ausencia. Veo una anciana que otra vez pregunta cuando nos vamos, y que vive los últimos días de su vida sin conciencia de ello. Veo una casa de trabajadores, de dinero justo y de sufriente cotidianeidad. A la que seguro le cuesta todo, como por ejemplo sentarse una noche a comer una picada y mirar la televisión en paz.

Me quedó quieto y en silencio por unos instantes. Entonces el marido de la mujer, que poco ha dicho en toda la velada, se para y camina hasta mí. “Qué garrón esto, ¿no?, me pregunta y yo tengo ganas de decirle que sí, pero que no se rinda, porque la vida siempre merece ser vivida y otra serie de pavadas que seguramente se me hubieran ocurrido, si hubiese hablado.

Pero el hombre me mira, me toca el hombro, y me cuenta que una vez a él lo llevaron como testigo, y que es una cagada, pero que no me preocupe, porque ya termina.

Entonces le respondo el gesto de consuelo, y finjo una media sonrisa, y me siento peor, mucho peor, que cuando tenía miedo de entrar a la casa, hace un rato, porque tal vez alguien pudiera dispararme.

 

 

 

La serie de PODCAST de Nosotros los fueguinos se publican en forma simultánea en Gamera. Hablamos distinto

 

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