Dar la palabra » Cultura » 8 jul 2020
Independencia, dependencia y guerra civil (por Felipe Pigna)
San Martín había sido nombrado gobernador de Cuyo en 1814 y se preparaba para cruzar los Andes con su ejército libertador. Todo el pueblo de Cuyo colaboró donando elementos y provisiones y alistándose los hombres de entre 16 y 50 años como soldados. Estableció su base en el campamento de Plumerillo, Mendoza, e impartió un fuerte entrenamiento a sus tropas acorde a la impresionante misión que tenían por delante: cruzar una de las cordilleras más altas del mundo con picos de más de 6.000 metros para llevar la libertad a Chile y de allí al Perú.
Por:
Felipe Pigna
Felipe Pigna
El 9 de julio de 1816 en la casa que había prestado gentilmente doña María Francisca Bazán, los diputados que habían llegado de todos los puntos del ex virreinato declararon la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Comenzaba una nueva etapa para lo que empezaba a ser nuestro país.
Éramos independientes políticamente “de España y de toda dominación extranjera”, pero la metrópoli nos había dejado en una situación muy delicada, que conduciría a una dependencia económica de otras potencias europeas. España no sólo no había fomentado el desarrollo industrial en sus colonias americanas, sino que hizo todo lo posible para obstaculizarlo y poner trabas al comercio entre las distintas regiones del extenso territorio. España misma tenía una escasa producción industrial, que no alcanzaba a cubrir las necesidades básicas de sus habitantes y debía importar la mayoría de los productos elaborados.
La zona de Buenos Aires producía básicamente materias primas para exportar, como cueros, sebo para las velas y tasajo, que era una grasa salada utilizada por países como Brasil y Estados Unidos para alimentar a los esclavos. Esto le reportaba a la región importantes ganancias, que junto con el manejo exclusivo de las rentas del puerto y la Aduana -que aumentaron enormemente a partir del reglamento de Libre Comercio de 1809- le permitían darse el lujo de importar todos los productos que precisaba sin necesidad de preocuparse por su fabricación.
Así pensaba al menos la mayoría de los terratenientes porteños, que preferían la ley del menor esfuerzo y la ganancia fácil antes que el aporte para el progreso, que hubiera implicado que destinaran parte de sus enormes ganancias -como hicieron los ganaderos y granjeros norteamericanos- a invertir en la industria.
La situación del interior era diferente. En algunas regiones como en Cuyo, Córdoba, Corrientes y las provincias del Noroeste, se habían desarrollado pequeñas y medianas industrias, en algunos casos muy rudimentarias, pero que lograban abastecer a sus mercados internos y daban trabajo a los habitantes de estas regiones. Para el interior el comercio libre significó en muchos casos la ruina de sus economías regionales arrasadas por los productos importados más baratos y de mejor calidad.
El manejo del puerto y la Aduana en forma exclusiva e injusta por parte de Buenos Aires será el tema central de los enfrentamientos que comenzarán a darse por esta época y no concluirán hasta la década de 1870.
La incapacidad y la falta de voluntad y de patriotismo de los sectores más poderosos llevaron a que nuestro país quedara condenado a producir materias primas y a comprar bienes elaborados muchas veces con los productos de nuestra tierra. Claro que valía mucho más una bufanda inglesa que la lana argentina con la que estaba hecha. Esto condujo a una clara dependencia económica del país comprador y vendedor, en este caso Inglaterra, que impuso sus gustos, sus precios y sus formas de pago.
Por otra parte, los países que sustentan su existencia en virtud de la exportación de materias primas, como granos o carnes, quedan muy expuestos a los fenómenos naturales, como sequías, inundaciones, pestes de animales y esto puede arruinar su economía de un momento a otro. En cambio, los países industriales pueden planificar su economía sin preocuparse por si llueve, está nublado o sale el sol.
Tras aquel primer paso, el 9 de julio de 1816, éramos independientes, sí, pero solamente en lo político; en lo económico empezamos a ser cada vez más dependientes de nuestra gran compradora y vendedora: Inglaterra.
A comienzos de 1817 el congreso se trasladó de Tucumán a Buenos Aires. Todavía quedaba por definir la forma de gobierno y redactar una Constitución.
Mientras tanto, San Martín había sido nombrado gobernador de Cuyo en 1814 y se preparaba para cruzar los Andes con su ejército libertador. Todo el pueblo de Cuyo colaboró donando elementos y provisiones y alistándose los hombres de entre 16 y 50 años como soldados. Estableció su base en el campamento de Plumerillo, Mendoza, e impartió un fuerte entrenamiento a sus tropas acorde a la impresionante misión que tenían por delante: cruzar una de las cordilleras más altas del mundo con picos de más de 6.000 metros para llevar la libertad a Chile y de allí al Perú. Todos trabajaban en el campamento y todos los metales servían para el cura Fray Luis Beltrán los transformara en su fragua en fusiles y cañones para la libertad de América.
En tanto, en Europa continuaban las negociaciones para conseguir un rey para estas tierras ahora independientes. Obsesionados por el auge de las monarquías en el viejo continente, muchos congresales insistieron en la necesidad de dictar una Constitución que estableciera un poder ejecutivo centralizado y fuerte. Fue así como el 22 de abril de 1819 el Congreso sancionó una Constitución unitaria y centralista, que daba todo el poder a Buenos Aires y perjudicaba a las provincias. Éstas no tardarán en rechazarla enérgicamente.
Así, el Congreso que en 1816 declaró la independencia se desmoronaba sin remedio y la amenaza de disolución del gobierno central era un hecho. La región se sumía en una guerra civil entre Buenos Aires y el interior que demorará durante largas décadas la organización nacional.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar