martes 23 de abril de 2024 - Edición Nº2344
Dar la palabra » Cultura » 4 jun 2020

Un relato de ficción

PODCAST. El día de la tormenta (Por Gabriel Ramonet)

Tres personas coinciden en un kiosco, el día de una tormenta de nieve en Ushuaia. Cada uno comprará un diario que le cambiará la vida. "Te dicen que el destino está escrito, pero no dónde lo escriben", reflexiona el kiosquero que cuenta la historia.


Por:
Gabriel Ramonet

 

 

 

Es así como le cuento, jefe. Ahora hay celulares e Internet. Pero hace unos años nos informábamos por Radio Nacional o por Canal 7. Si tenía cable podía ver los demás canales de aire. Y para los diarios había que esperar el primer vuelo de Aerolíneas, que llegaba a Ushuaia a eso de las 10. Entre pitos y flautas, no los distribuían en los kioscos hasta el mediodía. Además no traían muchos. Dependía de la carga disponible en el avión. Lo habitual eran cinco Federal y cinco Nación. Más de eso no había. Y se le agregaba Prensa Libre, el diario local. Por eso la gente esperaba la hora, más o menos la calculaba, y se iba para el kiosco antes de que se acabaran los diarios.

Del poder de los medios se habla mucho, jefe. Cómo influyen en la política, en la economía, o en la justicia. Pero hay un poder mayor y oculto del que no habla nadie. Me refiero a esa capacidad que tienen para cambiar el destino de las personas, para desviarlas en una encrucijada, sin que se den cuenta. Yo había escuchado aquello de que el destino está escrito, y siempre me pregunté dónde lo escribían. Porque nunca le aclaran eso, ¿no? Si está escrito ¿dónde lo publican?

Para que usted me entienda tengo que volver a ese día, jefe. Al día clave. Al momento exacto en que todo cambió para siempre. Cómo no me voy a acordar. Fue el día de la tormenta de nieve. Si el avión casi no aterriza y se tiene que volver a Río Gallegos.

Vinieron los tres juntos al negocio. A Julia y a Rita las conocía porque eran clientas habituales. En los pueblos como el nuestro, siempre terminas hablando de algo. Que si el clima, que si va a nevar, que si hoy no lleva los caramelos de mentol. Esas cosas simples. En cambio con Fabio no tenía mucho trato. Venía seguido, se tomaba su tiempo para elegir, aunque no era de conversar tanto.

El peor caso fue el de Julia, porque unos años después de aquel día en el kiosco, yo la vi en la calle. ¿Sabe qué sensación me dio? ¿Vio esa gente que ya sabe que se va a morir? Eso me pareció. No porque supiera el día exacto, sino porque le daba lo mismo cualquier día. Se le notaba el sufrimiento en la cara  a esa mujer. Las ojeras, la voz cansada, la mirada siempre para abajo. Tenía la cabeza cubierta por el gorro de una campera, y una bufanda que le daba vuelta al cuello y le tapaba hasta la nariz. Y no hacía tanto frío. Para mí que estaba ocultando algún golpe, un moretón. No sé. Apenas me saludó y siguió caminando.

Todo el mundo lo sabía, jefe. Y nadie hizo nada. Yo también lo sabía. Por eso me lo reprocho. No crea que me siento cómodo con todo esto. Julia lo había conocido por una publicidad. Una vez me lo contó. El aviso salía siempre en la página cinco de Prensa Libre. Ella fue al kiosco a comprar el diario, aquel día de la tormenta de nieve. Vio el aviso del gimnasio y decidió tomar clases. Él era el dueño. Primero salieron, fueron novios, y después se fueron a vivir juntos. Ahí parece que empezó el martirio. Los celos, los gritos, el maltrato. Hasta que lo leí en Internet. Él le pegó una paliza, parece. La mató de un golpe en la cabeza. ¿Puede creerlo? Pobre Julia. Está preso él, pero a ella de qué le sirve eso, jefe.

Usted dirá que fue una casualidad. Una coincidencia cruel. Yo no lo creo. Para mí estaba escrito. Igual que con Rita. A ella me la crucé hace poco en el supermercado. No sabe cómo estaba. Las lágrimas se le caían, pero de alegría. Me contó que está embarazada. Se ve que necesitaba decirlo, porque conmigo no tiene tanta confianza. Tan contenta parecía… Charlando, como cuando venía a comprar al kiosco, me enteré de que la alegría no era solo por el embarazo. Resulta que también venía de ver a su padre, y de contarle la noticia. Por eso tanta emoción.

Usted ya debe saber la historia del padre, porque fue bastante famosa. Incluso hicieron una nota en la televisión. Rita no lo conocía. No lo había visto nunca. Parece que la madre le mintió por mucho tiempo. Le dijo que el padre nunca la quiso reconocer, y que unos años después falleció en un accidente automovilístico, cerca de Bahía Blanca.

Algo de ese relato no le cerraba a la chica, y cuando tuvo edad para moverse sola, empezó a investigar. Mire que no era fácil en ese momento. No había tanta tecnología. Tuvo que preguntar. A conocidos, a amigos de la familia. Hasta que por fin dio con una pista.

La clave fue un aviso fúnebre, jefe. Así como lo escucha. Salió publicado en el Federal, el día de la tormenta de nieve. Esa vez, Rita descubrió que el muerto era su propio abuelo. Rastreó el obituario y así llegó a su padre que estaba vivo. Fue todo muy fuerte, me confesó. De a poco fueron forjando una relación. Se llamaban, se veían de vez en cuando. Se empezaron contar cosas. Al tiempo, ella se casó con un muchacho, y cuando me la encontré en el supermercado, recién venía de ver al padre.

¿Me va siguiendo, no? Es el destino, jefe. Uno cree que decide, pero todo está escrito. Y a veces está publicado. Mire, yo con Fabio casi no conversaba. A veces se pasaba sus buenos diez o quince minutos en el local, dando vueltas entre las estanterías, ojeando las revistas, buscando algún chocolate para regalar vaya saber uno a quién. Y no va a ser cosa que me lo cruzo en la cola del banco. Primero me saludó de lejos, como de cortesía. Sin embargo, después se acercó, me dio la mano, y empezó a darme charla. Muy raro, pensaba yo. Estaba contento también. Le habían dado un crédito con el que iba a pagarse un viaje a Europa con su mujer, porque cumplían años de casados.

Estaba feliz el hombre. Seguía trabajando en la empresa de emergencias odontológicas, la misma donde había conocido a su esposa. ¿Sabe cómo la conoció? La compañía tenía sucursales en casi todo el país, y publicó un aviso clasificado en Nación, pidiendo vendedores para su local en Ushuaia.

Fabio estaba en ese momento sin trabajo, encontró el clasificado después de haber comprado el diario, el día de la tormenta, y se presentó en la empresa, con la casualidad de que la encargada de tomarle la entrevista fue Claudia, su actual mujer. Él entró como vendedor y después fue ascendiendo. Lo pusieron a cargo de un grupo, y finalmente como coordinador de ventas de todos los planes odontológicos.

Igual, como se habrá dado cuenta usted, lo más importante no fue el trabajo. A Fabio nunca le importaron mucho ni las limpiezas dentales ni las exclusivas cartillas de prestadores. A él solo le encantaba que Claudia le sonriera. Que lo iluminara con esos ojos enormes y que se las arreglara para hacerle gestos cómplices mientras estaba atendiendo a un cliente.

Por eso le digo, jefe. De ese día me acuerdo muy bien. Nevaba como si fuera la última vez. Se habían vendido casi todos los diarios. Dos me quedaban nada más: un Federal y un Prensa Libre. Primero vino Julia. ¿No tiene Nación?, me dijo. “No quedó”, le contesté. Ella me respondió que no había problema, que iba a ojear alguna revista para llevar. Y en eso entró Rita. “¿No le quedó Nación, no?”, me atajó de entrada. “No Rita, se llevaron todo. Pero me queda un Federal, que es el mejor diario argentino”, le tiré yo para venderle el último. Y se lo llevó nomás, sin saber que también se llevaba la pista para hallar a su padre.

Hasta que llegó Fabio, y sin decir mucho, como siempre hacía, tomó el Prensa Libre. Lo estaba pagando cuando de repente llegó usted, jefe, con un Nación en la mano, y pidiendo cambiarlo por una revista. ¿Se acuerda? Fabio dejó el Prensa Libre y se quedó con el Nación. “Me lo llevo”, dijo mientras sacaba otro billete de 10 pesos, y desconocía que por esa módica suma se llevaba también la posibilidad de conocer al amor de su vida.

Julia, que había escuchado todo, puso cara de enojo atrás de una estantería. Trajo la revista que estaba ojeando y se la ofreció a usted, que había devuelto el Nación. “Tome, esta es buena. No se va arrepentir”, le aconsejó. Después se quedó con el Prensa Libre que había dejado Fabio sobre el mostrador, lo pagó, y salió del local como si hubiera hecho una obra de bien, cuando en realidad acababa de comprarse su propia muerte.

Entonces nos quedamos conversando jefe, usted y yo, solos en el kiosco, sobre las pavadas que publican las revistas.

 

 

La serie de PODCAST de Nosotros los fueguinos se publican en forma simultánea en Gamera. Hablamos distinto

 

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