Hace ya cerca de 11 años, en una época en la que los presupuestos provinciales, y por ende municipales, llegaban con tanta generosidad que, a falta de iniciativas o proyectos, terminaban en revoleo de juguetes desde camiones, se me ocurrió desarrollar una idea provocadora que nos obligara a pensar un verdadero transporte público para una ciudad con características tan particulares como la nuestra.
Eran épocas en las que los debates sobre el transporte público de pasajeros transcurrían siempre alrededor de la cantidad de unidades de colectivos, su higiene, el costo del boleto, el subsidio y las cabinas de espera. O sea más o menos como ahora.
Ya por entonces, al igual que hoy, era a todas luces evidente que un transporte de pasajeros que interactúe con el tránsito, en una ciudad como ésta, era poco viable.
¿Por qué razones? Citemos solo tres: la nieve en invierno, la cantidad de vehículos ocupando el espacio y la topografía. Si optamos por insistir con el transporte de colectivos deberíamos tomar varias decisiones que ayuden a que este medio sea más eficiente. Por ejemplo, sacar automóviles prohibiendo o encareciendo su llegada y estadía en la zona céntrica, prohibir el retiro de alumnos de los colegios del centro, en vehículos que llevan a razón de un niño por auto, y otras medidas por el estilo.
El uso del espacio público debería ser democratizado, es decir, ser usado con mayor igualdad. Cuando cuatro automóviles ocupan el espacio de un colectivo que lleva 50 personas, esta premisa -claro- no se cumple.
Nuestra ciudad tiene realidades que la condicionan. Una de ellas son sus dimensiones: más de 12 kilómetros de largo y no más de 2 de ancho.
Ni el mar ni la montaña se van a correr, por lo tanto, en la medida que vayamos creciendo, seremos cada vez más "oblongos”.
La pregunta es: ¿por qué no tenemos un tren/tranvía/monorriel que una la ciudad ida y vuelta a lo largo, yendo y viniendo con paradas intermedias que nos dejen cerca del centro, del edificio municipal, del Hospital, del Concejo Deliberante y del resto de los sitios más concurridos. De esta manera, luego podríamos caminar (conducta saludable) o tomar un taxi por unas cuadras, lo que nos saldría más económico que desde nuestro domicilio.
Al fin y al cabo, ¡hace 100 años! teníamos un tren que hacía un recorrido similar.
El proyecto que yo pensé imaginaba un monorriel que corriera a lo largo de la ciudad, elevado sobre alguna calle longitudinal, con paradas en distintos puntos, y con la ventaja de no tener que interactuar con los automóviles, no necesitar que se limpien las calles cuando nieva, y otros beneficios que ahora no vale la pena profundizar.
La iniciativa chocaba contra aquellos que, ignorando que en el campo de las ideas y de la imaginación no se requiere dinero, argumentaban la falta de recursos.
En fin, pasó lo de siempre: la época de las vacas gordas quedó en el olvido.
Y lo peor es que con estudiar los recursos dilapidados durante estos años, caeríamos en la cuenta de que podríamos haber construido este transporte, o al menos haberlo iniciado, pero en cambio preferimos destinar créditos y otros recursos a financiar lo único que crecen: las agencias de autos y los lamentos sobre la imposibilidad de ir al centro a hacer algún trámite.
Mientras tanto, los espacios públicos de esparcimiento siguen ocupados por el astro rey de Ushuaia: el automóvil.