Durante el tiempo que fue conocido históricamente como el de La generación del ’80 (de 1880 a 1916), caracterizado por estar en el poder gobiernos de corte liberal y conservador, dada la alta desigualdad, debieron enfrentar la agitación social encarnada por los movimientos obreros anarquistas. Ante el constante cuestionamiento de las clases populares, en 1904 durante la segunda presidencia de Julio A. Roca, el ministro de educación Joaquín V. González le encargó al médico, abogado y profesor catalán Juan Bialet Massé la elaboración de un informe sobre las condiciones de vida de la población obrera en todo el país.
Bialet Massé recorrió en barco, en tren, a caballo y a píe unas nueve provincias en menos de 90 días. Entrevistó a funcionarios locales, trabajadores y dueños. Vivió con los trabajadores y realizó sus mismas tareas. No se comportó como un intelectual jugando al obrero, se tomó muy enserio lo que se le había encargado y realizó la mayor cantidad de los trabajos posibles. Lo hizo en ingenios de azúcar, en la cosecha, participó de la estiba, durmió en galpones, vivió con los indios, con obreros criollos y con extranjeros. Además de charlar con los trabajadores, los midió, los pesó. Calculó sus fuerzas, el promedio de fuerza necesaria que cada uno realizaba diariamente, calculó el peso límite de una bolsa en la estiba, la cantidad de calorías necesarias para reproducir la fuerza de trabajo. Después de toda esta tarea concluyó que trabajar en estas condiciones afectaba fuertemente la salud de los trabajadores y acortaba en muchos años su sobrevida.
El trabajo fue terminado y entregado en dos completos volúmenes en 1905, siendo lapidario en sus descripciones y conclusiones. El informe señala “el trabajo del peón de campo puede compararse con la esclavitud, no goza siquiera del principio de la seguridad del trabajo, obtiene por ello bajísimos salarios que lo mantienen en absoluta dependencia, y además debe sufrir el mal trato por parte de los capataces que responden absolutamente a las órdenes de los latifundistas”. También destaca “No eran pocas las mujeres que cargaban con el sostén de la familia, con la rudeza de la vida; de aquí que aceptaran resignadas que se pague su trabajo de una manera que sobrepasa la explotación con tal de satisfacer las necesidades de los que ama. Prescinden de lo que necesitan hasta la desnudez y el hambre. Trabajan a destajo por centavos para vestir a sus hijos y no pocas veces para alimentarlos”.
El trabajo de Bialet Masse fue entregado en tiempo y forma al Ministro Joaquín V. González pero durmió en un cajón el sueño de los justos hasta 1907, cuando un poco por obligación, se creó el Departamento Nacional del Trabajo que tenía como objetivo intervenir en el ámbito de las relaciones laborales. El instituto, con pocos recursos y sin ostentar ningún poder efectivo, tuvo poca trascendencia.
Cabe destacar que en el siglo XIX y principios del XX el modelo de salud pública en Argentina se limitó al rol de “policía médica ante las epidemias y enfermedades” y se ocupaba en transformar a los pobres en más aptos para el trabajo y menos peligrosos para los ricos. En ese tiempo la salud pública no ocupaba el rol de proveedor, financiador o regulador de los precios del sector.
Vale mencionar que contemporáneamente comienza la actividad de las colectividades extranjeras. La medicina mutual surge con la incorporación masiva de inmigrantes que fundaron sociedades de socorros mutuos basadas en el agrupamiento por colectividades o agrupaciones a veces religiosas: el Hospital Italiano, el Hospital Español, el Hospital Británico o el Francés. Compensan la orfandad de servicios de salud para las clases populares y, pasada una veintena de años, pierden un poco su importancia dentro del sistema, especialmente por el desarrollo avasallador de las obras sociales.
Las obras sociales se iniciaron mayoritariamente vinculadas a la acción de asociaciones gremiales de trabajadores. A partir de la década de 1940, el Estado – que ya tiene otra mirada sobre la salud – toma intervención en el tema y con diferentes medidas de gobierno convalida legalmente la existencia de las obras sociales existentes a la vez que crea otras nuevas. El Decreto 30.655 de 1944 crea la Comisión de Servicio Social con la finalidad de “propulsar la implantación de Servicios Sociales en los establecimientos de cualquier ramo de la actividad humana donde se prestan tareas retributivas”. Esta normativa alentó indudablemente la gestación y crecimiento de diversas obras sociales sindicales en el mismo momento en que el Estado creaba otras por ley o decreto. Ejemplo de estos últimos casos son los decretos 9.644/44 (Ferroviarios), 41.32/47 (Ministerio del Interior). 18.484/48 (Secretaría de Trabajo y Previsión), 18.909/48 (Agricultura y Ganadería) y 39.715/48 (Educación) y las leyes 13.987 y 14.171 (Bancarios),14.056 (Vidrio) y 14.057 (Seguros).
En esos tiempos confluyen una serie de factores que dan como consecuencia el surgimiento de las políticas sanitarias impulsadas por el Dr. Ramón Carrillo, la Medicina Social. El considerado “padre del sanitarismo en la Argentina” fue un destacado neurólogo y neurocirujano que llevó a cabo una transformación sin precedentes en la salud pública de nuestro país, desde una concepción primariamente social de la medicina. Creía que ésta debía orientarse “no hacia los factores directos de la enfermedad –los gérmenes microbianos– sino hacia los indirectos. La mala vivienda, la alimentación inadecuada y los salarios bajos –sostenía– tienen tanta o más trascendencia en el estado sanitario de un pueblo que los agentes biológicos más virulentos”
En 1946 el Presidente Perón lo designó al frente de la Secretaría de Salud Pública, más tarde elevada al rango de ministerio (Carrillo fue el primer Ministro de Salud de la Nación Argentina). Durante los ocho años de gestión, en combinación con la Fundación Eva Perón, realizó una tarea titánica. Entre 1946 y 1951 se construyeron 21 hospitales con una capacidad de 22.000 camas. La fundación construyó policlínicos en Avellaneda, Lanús, San Martín, Ezeiza, Catamarca, Salta, Mendoza, Jujuy, Santiago del Estero, San Juan, Corrientes, Entre Ríos y Rosario. Se estableció la gratuidad de la atención de los pacientes, los estudios, los tratamientos y la provisión de medicamentos. Un novedoso tren sanitario recorría el país durante cuatro meses al año, haciendo análisis clínicos y radiografías y ofreciendo asistencia médica y odontológica hasta en los lugares más remotos del país a muchos de los cuales nunca había llegado un médico.
Se lanzaron planes masivos de educación sanitaria y campañas intensivas de vacunación, con lo que en pocos años se logró la erradicación del paludismo, la eliminación de las epidemias de tifus y brucelosis, se logró combatir casi por completo la sífilis y disminuir la incidencia de la enfermedad de Chagas-Mazza. Además, el índice de mortalidad por tuberculosis se redujo en un 75 por ciento y la mortalidad infantil descendió a la mitad. Se crearon más de 200 centros de atención sanitaria en todo el país y más de medio centenar de institutos de especialización. Se creó la escuela nacional de enfermería “Eva Perón”, capacitando a miles de mujeres para cubrir las grandes falencias que hasta ese momento existían en esa rama de la medicina.
Carrillo impulsó la creación de la Empresa de Medicamentos del Estado Argentino (EMESTA), primera fábrica nacional de medicamentos ideada para el abastecimiento de remedios a bajo precio. También apoyó a laboratorios nacionales, a través de incentivos económicos, procurando que la población tuviera acceso a los remedios.
Los avatares de la política lo llevaron al exilio en 1955 y termino muriendo al borde de la pobreza, en el medio de la selva, el 20 de diciembre de 1956 a los 50 años, tras sufrir un accidente cerebrovascular mientras trabajaba para una empresa minera estadounidense que tenía un emprendimiento a unos kilómetros de Belem do Pará, en Brasil. Ramón Carrillo murió, pero dejó un legado fundamental que distinguió al sistema sanitario Argentino por encima de todo el continente latinoamericano.