sábado 27 de abril de 2024 - Edición Nº2348
Dar la palabra » Cultura » 30 jun 2019

El newsletter de Pablo

Visita a la gran mesa del café (Por Pablo Nardi)

Cuenta que el café ya no es como antes, que lo ampliaron y que después de la muerte del Escritor el café se hizo famoso. Cambiaron las mesas, las sillas, pusieron pantallas gigantes en las paredes. Si alguien en una punta del salón quisiera llamar a un mozo en la otra punta, no podría localizarlo, y su mano levantada se perdería en la multitud.


Estimados:

Hola. Así es: hola.

Estoy en una ciudad cuyo nombre omitiré parcialmente. Digo parcialmente porque, dadas las referencias posteriores, es probable que más de uno lo descubra.

***

Apenas bajo del micro, el flaco que me tiene que dar la llave del departamento que alquilé por Airbnb dice que la zona de la terminal es peligrosa, especialmente de noche.

-Acá a la vuelta hay muchos travestis -dice.

Lo miro.

-No tiene nada de malo ser travesti, obvio, pero la gente que busca ese tipo de experiencias…

Lo miro.

-No digo que esté mal acostarse con travestis, cada uno puede hacer de su culo un florero, a lo que me refiero es que…

Un tipo que pasaba con un bolso de mano verde se detiene y lo mira.

-La hipocresía burguesa monogámica reluce en todo su esplendor. ¿Qué se puede esperar de un tipo que engaña a su mujer para cogerse a un travesti?

Una nena de unos diez años escucha la última parte de la frase y se queda a ver. Una señora de anteojos oscuros que estaba por subirse a un micro llama con un gesto a otras dos personas para que se acerquen.

-No quiero decir que engañar a tu mujer con una persona de sexualidad disidente sea peor que engañarla con una persona hetero-cis. A lo que voy es que…

Somos una ronda de personas escuchando al chico que me tiene que dar las llaves. Se acercan empleados de limpieza, la kiosquera, pasajeros que recién bajan de un micro proveniente de Retiro.

-¿Me das las llaves? -interrumpo.

-Bueno -me las entrega. Después dice, mirando a la multitud: -¿Y ustedes qué miran? ¿Nunca vieron una llave?

***

Aprovecho que hay un pequeño evento literario para anotarme en un taller gratuito sobre periodismo y literatura. Dura dos días. El primer día la charla del escritor me deja indiferente. Es quizás el escritor argentino vivo más interesante después de AIra (omitiré minuciosamente su nombre), así que por supuesto algo me llevo, pero en líneas generales me aburre. Al día siguiente, en el segundo encuentro, compruebo que el taller no es un taller sino una deriva. Una deriva del escritor sobre los temas que más o menos le interesan ahora, algo de política, casi nada de literatura. Sin embargo, el tipo es tan críptico y elevado para hablar que me hace sentir que no sé nada, que soy un imbécil y que toda mi vida fue una mentira. La única vez que me había pasado antes fue en un tallercito que dio Iosi Havilio, con la diferencia de que Havilio me hizo salir mejor de lo que entré. Este, en cambio, apenas ofrece un par de ideas sueltas que anoto muy prolijamente en un cuaderno con espirales.

Salgo del taller. Derrotado, miro un poco la feria de editoriales. No leí nada, pienso, soy una farsa. No me interesa leer al filósofo coreano ni a Agamben. Tal vez la literatura no sea lo mío... Pero encuentro, por suerte, el libro de un autor que leí hace dos meses y me fascinó: Pablo Ottonello. A Ottonello lo conocí en un taller de poesía, cuando todavía no era el escritor extraordinario que es ahora, pero eso es tema para otro newsletter (confíen en mí). Lo compro.

La ciudad es grande pero chica, anochece. Trato de caminar lento; al fin y al cabo nadie me apura. Pero no puedo: ya no sé si camino rápido porque estoy apurado, o me digo que estoy apurado para caminar rápido.

Hay un café en el centro de la ciudad, cuyo nombre omitiré, que se hizo conocido porque un Escritor, ya fallecido, solía frecuentarlo todos los días. El Escritor se juntaba con amigos y se hablaba, básicamente, de dos cosas: fútbol y minas. Por supuesto, en aquel entonces el Escritor no era más que un tipo que escribía, quizás apenas un escritor. Los tipos se sentaban siempre en la misma mesa, el mozo ya sabía qué traerles, etc. Conozco bien la historia y conozco bien el nombre del bar e incluso conozco las historias del Escritor que transcurren en dicho bar. De modo que el segundo día, después del taller, que más que taller era una deriva, localicé la ubicación en el mapa y fui. Lo primero que me llamó la atención es que el salón era enorme, casi media manzana. Más de cien mesas, turistas, señoras que se juntaban a tomar el té.

Me atiende la camarera. Hago el pedido, se va. Cuando vuelve con el café, me animo y pregunto dónde se sentaba el Escritor.

-Allá -dice, y señala una Mesa larga recubierta de vidrio y honores, ahora ocupada por unas señoras elegantes. Es la Gran Mesa del café, justo en el centro del salón.

Cuenta que el café ya no es como antes, que lo ampliaron y que después de la muerte del Escritor el café se hizo famoso. Cambiaron las mesas, las sillas, pusieron pantallas gigantes en las paredes. Si alguien en una punta del salón quisiera llamar a un mozo en la otra punta, no podría localizarlo, y su mano levantada se perdería en la multitud.

La escena que tengo frente a mis ojos revela que atrás quedó la época en que el tipo, quizá apenas un escritor, se juntaba en tertulia y construía eso que hoy llamamos machirulismo.

Abro el libro de Ottonello y leo el comienzo impecable, irónicamente borgeano del primer cuento, y ya no me siento una farsa. La fascinación es real.

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