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Dar la palabra » Cultura » 12 abr 2019

Cuento de fin de semana

Reencuentro de egresados (Por Gabriel Ramonet)

A veces sucede de esa manera. Un circuito eléctrico conecta, como una autopista, el recuerdo olvidado con el presente. La luz apagada se enciende, iluminando cada detalle, recorriendo contornos oxidados, trayendo al primer plano los lejanos colores entremezclados del paisaje.


Cuando lo agregaron al grupo de WhatsApp, sintió comprimirse los años en el cuerpo. Como si entre el último día del secundario, y aquella mañana de hombre vestido de adulto, no hubiera pasado el tiempo.

A veces sucede de esa manera. Un circuito eléctrico conecta, como una autopista, el recuerdo olvidado con el presente. La luz apagada se enciende, iluminando cada detalle, recorriendo contornos oxidados, trayendo al primer plano los lejanos colores entremezclados del paisaje. Sobre todo, uniendo dos realidades y dejando el resto de las vivencias en un limbo de suspenso, oscurecido, apagado, latente.

Esteban entró a “Egresados del Instituto Mentruyt” con el teléfono temblándole en las manos, mientras una parte autómata del cerebro se las arreglaba sola para cumplir los idénticos movimientos de su rutina de lunes.

El último acto de conciencia completa fue el beso a su mujer con que correspondió la recepción de una taza humeante de café, en el inicio del desayuno, poco antes de la llegada del mensaje inaugural del grupo.

Después fue todo más borroso. Estuvo en el baño, en el auto, en viaje al trabajo, en una estación de servicios, en un kiosco y en el escritorio laboral, donde por fin tuvo tiempo de leer los primeros textos y su cabeza se ubicó, definitivamente, veinticinco años atrás.

¡El polaco Arturi! ¡Mirá vos! Padre de mellizas. El petiso Ramos. Abogado. Dueño de la lengua más filosa del aula. Ácido, ocurrente, comprometido. Representa a personas involucradas en accidentes de tránsito. Dice que es la forma más fácil que se le ocurrió para ganar dinero empleando el menor tiempo posible. Así puede pensar en temas políticos, que de verdad lo conmueven, y dedicar más espacio a la familia. Su última obsesión es una militancia potente y fundamentada contra las redes sociales. Por eso no usa ninguna. No está en Facebook. No tiene Instagram ni Twitter.

¡Rulo Oyarzabal! Electricista, músico, bohemio, futbolero. Un laburante. Todavía vive cerca del Instituto donde fueron todos. Por eso sabe qué profesores se jubilaron, y cuáles se murieron. Le gusta opinar de política pero sin mucho fundamento. Si lo apuran, considera que el gran problema del país son los inmigrantes ilegales, los subsidios al desempleo y la impunidad con que se desenvuelven los delincuentes.

El “fachero” Matienzo ahora está pelado. El “turco” Nazir sigue siendo un “señor” de lenguaje refinado, poco proclive a los juicios terminantes, un “caballero inglés” que se recibió de ingeniero y se viste con elegancia italiana.

Esteban ingresa desde su celular a cada una de las fotos del encuentro de egresados. No estuvo porque Oyarzabal tardó en encontrarlo y cuando lo sumó al grupo, la reunión había acontecido unos días antes.

Con el dedo pulgar y el índice, agranda las imágenes hasta que casi se desfiguran, en un intento por conseguir primeros planos de las miradas, de las expresiones faciales, de los mensajes escondidos detrás de una postura corporal.

Su oficio de experto en comunicación lo ayuda a la pesquisa. Le encanta intuir en esos pequeños detalles, lo que él bautiza como “el fuego sagrado” de las personas.

“No es sólo cómo les fue en la vida”, Mabel, le dice a su esposa  durante la cena. “Yo quiero saber si la esencia no cambió. Si detrás de las canas, las arrugas o los golpes de la vida, está todavía el pibe guardado. El de la mirada o la expresión rebosante de sueños y de energía. Si el chico todavía está ahí adentro, ese tipo sigue vivo. ¿Entendés Mabel?”

La mujer lo observa con un dejo de ternura. De algún modo la divierte esa especie de regresión temporal que le produjo el reencuentro con los compañeros de la secundaria, por más que solo de trate de una experiencia virtual.

¡Virardi! Sigue siendo un loco por las motocicletas. Hace poco, en una carrera, se cayó y sufrió varias fracturas. Pero se nota que no le importa el peligro en lo más mínimo.

El “pájaro” Santoro. El de la voz de locutor, el que cantaba en los recreos y soltaba las respuestas más ocurrentes en las clases más aburridas. Ahora es una especie de monje budista, calvo y entregado a la meditación trascendental, aunque también comprometido en causas sociales y muy activo en materia de opiniones políticas.

Las primeras semanas de intercambio fueron un verdadero viaje al pasado. Esteban revivió anécdotas desopilantes, recordó apellidos que no había pronunciado en décadas, y siguió descubriendo, por retazos, las ocupaciones actuales, las situaciones familiares, y la suerte diversa de sus compañeros al cabo de los años.

Cuando el tour de la melancolía comenzó a agotarse, el grupo de WhatsApp comenzó a virar hacia cuestiones del presente. ¿Polaco, te separaste?, preguntó una vez Oyarzabal.

Desde entonces, los hilos de las conversaciones empezaron a incluir confesiones maritales, diatribas de género, consejos para los recién divorciados, recetas educativas para adolescentes díscolos y hasta algún debate existencial sobre la mayor cercanía de la muerte.

Con la confianza que supone el reencuentro, algunos ensayaron los mismos chistes que funcionaban en el período estudiantil, pero se encontraron con respuestas un tanto hoscas de los destinatarios.

Ese fue el primer signo inequívoco de que por más que se tratara de los mismos sujetos que veinticinco años antes se habrían hecho golpear para defender al resto, en el presente algunas cosas habían cambiado.

Sin embargo, nadie reparó demasiado en ello, y los ofendidos por antiguas ocurrencias fueron más bien maltratados por el resto, y tildados de “viejos chotos” por el unánime consenso del grupo.

Hasta que un día, el petiso Ramos tuvo la peregrina idea de hacer un comentario de actualidad, y criticó con dureza la gestión presidencial. Más que la gestión, defenestró al presidente. Lo definió como un “gorila” y “vende patria”. Lo responsabilizó de las políticas neoliberales que “nos están llevando a la ruina”, y para rematarla, lo tildó de “descerebrado que no puede hilvanar dos palabras”.

“Y bueno”, le respondió en otro chat el Polaco Arturi, “hay que pagar la fiesta de los ladrones que nos gobernaron durante doce años. Peor sería que vuelva la yegua”, completó el padre de las mellizas, alejándose tanto de la imagen donde se lo veía sonriente con las pequeñas, como de la foto en que desbordaba entusiasmo en el viaje de egresados.

Virardi, fiel a su pasión por las motos, se metió en el barro y le replicó al Polaco que era fácil chatear mientras se tomaba un trago en Miami, pero que cuando regresara al país, “si es que planeas volver”, se iba a dar cuenta que había mucha gente pasándola mal.

Esteban leyó los intercambios posteriores, cada uno más virulento que el otro, como quién observa desmoronarse un edificio producto de una de esas explosiones planificadas. Sus escasas intervenciones recorrieron distintas estrategias para apagar el incendio, aunque ninguna tuvo éxito. Llamó a confrontar sin agredir al otro, a respetar las ideas diferentes, y cuando nada funcionaba, apeló a proponer temas del pasado, en un último intento por conseguir que sus compañeros se identificaran con experiencias comunes.

Un lunes a la mañana, mientras Esteban desayunaba antes de partir hacia su trabajo, se encontró con la novedad de que Virardi había abandonado el grupo. Revisó los mensajes anteriores y encontró una discusión producida a la madrugada, que había concluido con la promesa del motoquero de ir a buscar al Polaco a su casa, para “ver si te atreves a decirme lo mismo cara a cara”.

Después de unas jornadas de silencio virtual, en las que nadie, ni siquiera Esteban, pronunció palabra alguna, Oyarzabal hizo uso de sus facultades de administrador del grupo, y así como lo había creado, decidió cerrarlo definitivamente.

“Esteban querido, feliz cumpleaños”, le escribió el Polaco por mensaje directo, varios meses después de la disputa política. “¿Cómo anda tu familia, cómo andan tus cosas?”

“¡Todo bien!”, contestó Esteban, e inició una charla de varios intercambios donde ambos compañeros repasaron sus presentes conyugales.

-¿Te acordás Pola, del día del estudiante en que nos juntamos tempranísimo en la esquina del colegio para salir de picnic, y se te ocurrió afanarte los yogures que el camión había dejado en la puerta del almacén?

-¡Claro! Me enganchó el almacenero que salía para abrir el negocio y me cagó a trompadas. Me salvé porque saltaron ustedes. Recuerdo que algunos intentaban convencer al tipo de que era una broma, como Ramos, y otros directamente se fueron a pelear. Pero el almacenero era una mole.

-Y el que más cobró fue Virardi…

-Si, me acuerdo.

-Che, el otro día me escribió Rulo Oyarzabal. Dice que estaría bueno armar una cena para el viernes, en el quincho de la asociación que él maneja cerca del colegio. Parece que van todos. ¿Venís?

-Dale. Yo voy.

Esteban dejó el teléfono sobre la mesa mientras recibía la tasa humeante del desayuno y una media sonrisa le recorría el rostro de manera inapelable.

¿De qué te reis?, inquirió su mujer.

-Nada Mabel, cosas de viejos chotos.

Y se tomó un sorbo de café.

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