En un universo donde prima la ausencia, y donde -como escribe Alejandro Dolina- estamos casi en ninguna parte, asomar un brazo o mostrar la cara adquiere el rango de imperativo ético.
Ocupamos tan poco lugar en la inmensidad del espacio, y lo hacemos por un período tan breve, que la principal misión de nuestra existencia debería ser, al menos, dejar una pequeña huella, aunque más no sea un punto distinto en la infinita recta de sucesos que constituye la Historia.
¿Cómo es posible, entonces, que se enfrente tanta predisposición al olvido desde la sombra del no ser?
¿Cómo se puede carecer del valor mínimo para enfrentarse a la naturaleza de ser algo, o alguien, con existencia visible?
Desde luego, las miserias humanas han avergonzado bajo diferentes modalidades a lo largo de los siglos. Pero que alguien me diga si no constituye una imagen triste, decadente, digna de la mayor de las conmiseraciones, la de un pobre tipo calumniando detrás de un teclado, escondido detrás de ningún nombre, sin honor, sin nobleza, sin ni siquiera la dignidad para reivindicar sus propios pensamientos.
Un alguien sin alma, incapaz de ponerle el cuerpo a una idea, de soñar en voz alta, de aguantarse la mirada del otro, de mirarse en el espejo de los demás y soportar la imagen que le devuelvan.
¿Acaso existe un pusilánime peor que aquel que no se hace cargo ni de sus propios principios, que no puede respetarse ni a sí mismo, que necesita “no ser” para mantener a resguardo el estatus de una vida vacía?
Me pregunto siempre cómo harán para mirar a sus hijos.
¿Qué victoria les representará un logro del que nunca podrán hacerse cargo? ¿Cómo es seguir caminando por la calle sabiendo que son fantasmas sin legado ni razón de ser?
En la película Heredarás el viento, de 1960, un viejo abogado combate de todas las formas a un colega suyo durante el transcurso de un juicio. Menoscaba sus puntos de vista, lo trata de retrógrado, critica las bases de su estructura moral. Cuando al final del film, su contrincante muere de manera fortuita, el abogado lo reivindica por haber luchado al servicio de un ideal toda su vida, aunque estuviese equivocado.
“Cuál es tu causa, por qué ideas darías la vida”, inquiere el protagonista del largometraje a un periodista que se burla de aquel aparente cambio de postura sobre el fallecido.
Los anónimos no saben que la diferencia nos hace mejores. Como dijo Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito, “si difiero de ti, lejos de menoscabarte te engrandezco”.
Los fantasmas tecnológicos de la Ushuaia post moderna quieren disentir sin que se los vea. Por eso son la lacra de la sociedad, seres inmundos que sólo merecen pulular por las cloacas y por las letrinas, en busca de los desperdicios que dejaron otros.
Levantan las banderas de la libertad expresión cuando el mal que los aqueja es mil veces peor que la falta de libertad para decir algo. Son ellos los que carecen de libertad, los que son esclavos de sus pocilgas internas, de sus rejas sin ventanas.
Es cierto también que no son pocos y que se sienten protegidos por un entorno que para nada les resulta hostil. ¿Quién los cuestiona, quién los diferencia de personas reales, quién les hace sentir la vergüenza de no ser?
Hay detrás de ellos una sociedad anónima que no sólo carece de compromiso para expresarse, sino que avala y fomenta este tipo de prácticas deleznables.
Contrariando cualquier prejuicio, no se trata de pobres ni de marginales en el sentido burgués. Son más bien clase media acomodada, profesionales, empleados y funcionarios públicos, los que deambulan por calles y pasillos divulgando chismes falsos sin el menor interés por certificar su veracidad. Los que son incapaces de distinguir entre una fuente de información auténtica y un pozo ciego de basura noticiosa. Y los que se regodean de las calumnias que ofenden a otros con una morbosidad que se les nota en los ojos.
Su curiosidad se sacia con el efecto y no con la causa. Por eso repiten el latiguillo “mirá como le pegaron” en lugar de preocuparse por si lo dicho tiene algún tipo de asidero. Por eso en lugar de ignorar las injurias las complementan con más comentarios anónimos, transformando un hecho penoso en una orgía de roedores hambrientos.
Las personas pensantes con las que suelo intercambiar opiniones sobre este fenómeno me advierten a diario sobre los riesgos de exponerme a nuevas cataratas de maldiciones anónimas, que desde luego no podré debatir ni replicar.
No hay nada que me preocupe menos. Ya conozco los comentarios posteriores de quienes luego vienen a contarte “como te pegaron” con una media mueca de satisfacción. Juego a adivinar lo que piensan aquellos que sólo te miran, y ni siquiera se atreven a abrir la boca. Me divierte el miedo anónimo, porque revela con todo esplendor un alma pobre, por más títulos universitarios y camionetas cuatro por cuatro que intenten ocultarla.
El colmo de su triunfo sería dejar de hablar de ellos, por miedo a lo que vayan a decir, aún sin tener el gusto de conocerlos.
Como decía mi abuela, miedo le tengo a los vivos, los muertos pueden descansar en paz.