viernes 19 de abril de 2024 - Edición Nº2340
Dar la palabra » Cultura » 9 abr 2021

Clepsidra salina (Por Fabio Seleme)

Sucede que las mareas, que al norte de la desembocadura del Río Colorado son casi imperceptibles, hacia el sur, se vuelven muy notorias y marcadas. Ese movimiento oceánico, que en la mayoría de los lugares es un accidente que pasa casi desapercibido, en la Patagonia es un hecho ostensible, determinante y esencial.


Por:
Fabio Seleme

Dice Heidegger que “el tiempo se muestra en el cielo”. Y efectivamente es allí donde lo hallamos de modo natural, en el tránsito del astro que nos dispensa luz y calor. Dentro del tiempo solar, también en el cielo nocturno, es posible encontrar el tiempo lunar, reflejante variable de la misma luz del sol en las distintas posiciones relativas que el satélite adopta en su movimiento giratorio alrededor de la tierra.

Sin embargo, en el centro de la misma cotidianeidad natural, cuando los patagónicos vamos a veranear a nuestro principal balneario, Las Grutas, no es sólo el tránsito del sol lo que determina los momentos del día propicios para el disfrute. El mar impone con su movimiento de flujo y reflujo, de manera más determinante, los tiempos de playa para cada jornada. La amplia carrera en ascenso y retroceso del mar deja la arena libre o la cubre por completo expulsando a los bañistas. Algo parecido a lo que sucede en Rada Tilly, el balneario más austral, donde la amplitud de marea deja ver y oculta, alternativamente, unos 600 metros de playa.  Ese tiempo veraniego de la mayoría es el tiempo cotidiano al que se ciñe en la Patagonia el trabajo diario del pulpero, del buscador de pinuca, del marisquero recolector o del pescador artesanal que extiende sus redes fijas de enmalle en las playas.

Sucede que las mareas, que al norte de la desembocadura del Río Colorado son casi imperceptibles, hacia el sur, se vuelven muy notorias y marcadas. Ese movimiento oceánico, que en la mayoría de los lugares es un accidente que pasa casi desapercibido, en la Patagonia es un hecho ostensible, determinante y esencial.

Las costas patagónicas diariamente son avanzadas y desalojadas por mareas de las más importantes del mundo, con diferencias entre pleamar y bajamar que van entre los 6 y más de 12 metros. Estas grandes diferencias en la altura del mar, que se intensifican en las latitudes más australes, se ven magnificadas en sus efectos visuales por el hecho de que la costa patagónica atlántica tiene, en general, una suave pendiente. Cada metro de bajante del mar se cuenta, en consecuencia, en decenas de metros de retiro en horizontal sobre la playa, creándose un amplísimo espacio intermareal que se traduce a diario en la restinga que emerge y se oculta, en las zonas de marismas que verdean fugaces, en los barcos amarrados que se asientan en el barro a la espera del flujo que les devuelva su libertad balanceante, en los bancos de arena que se dejan ver y desaparecen cerca de las orillas, en los estuarios con su erótica de ingreso y retirada.

Lo cierto es que la Patagonia, además de la temporalidad natural celeste, del sol y la luna, cuenta con una tercera temporalidad, marina y costera, de creciente y bajante. Reloj de frontera litoral que se estructura en ciclos irregulares de poco más de seis horas con pequeños intervalos de descanso.

Este fenómeno, siendo tan visiblemente periódico y rítmico, conquistó las conciencias de los pueblos que habitaron antes que nosotros. Así, para los aoniken, Karr (la primera estrella del día) era la que tenía el dominio de esos movimientos del mar y había recibido ese don de quienes la habían engendrado Xalenshen (el sol) y Kéenquenkon (la luna). De igual manera, para los selknam, la variación de los niveles de las mareas era significativa, sobre todo, según Gusinde, para los que vivían cerca de las desembocaduras de los ríos, ya que eso les permitía desarrollar la pesca y recolección de frutos en los momentos de bajamar, en los pozones y charcos de agua que quedaban expuestos. Así, Jorroskol, la palabra selknam que abrió al nombrar al río Grande, justamente conserva la conciencia del movimiento del mar que entra y sale de la ría, ya que Jorroskol significa “río de los róbalos”. Y son, los róbalos, los heraldos eurihalinos de la temporalidad oceánica que acompañan la actividad de las mareas en la Patagonia, ya que penetran en las rías con la subida del agua y se retiran con el reflujo.

Pero sin duda entre los nómades canoeros fue donde la interiorización del fenómeno fue más profunda como medida del tiempo. Para los kaweskar las mareas periodizaban el día en cuatro partes y organizaban las actividades sociales en torno de los segmentos de tiempo que les marcaba la altura de las aguas marinas. También para los yámanas, que ya habían llegado a conjeturar la preponderancia de la luna sobre el fenómeno, las mareas servían como marcas estructurantes de la cotidianidad al compás de las fuerzas que hacían fluir la inmensidad líquida sobre las que se sostenía su vida.

No tanto duración como dinámica que nos lleva al lado diferente de las cosas que poseemos, las mareas son el tiempo de esa parte del mundo que no es terrestre y nos pone en relación con una alteridad inalcanzable que alerta con sus giros nuestra estancia. Hermanas danzando una ceremonia de confidencia y encubrimiento. Las mareas develan en retirada el fondo marino como el interior del cuerpo del mundo, como el inconsciente de los sueños. Traen la retrospectiva del origen que se descubre en las formas extenuadas de la tosca, la piedra y la arena. Exhalan ese olor crudo y primordial, a algas y salmuera. Misterio del repliegue fotografiado en serie y con proporción geométrica por Malala Lekander, del que vuelven luego en ascenso las aguas con la fuerza sostenida y abrumadora que inunda el vacío desplegando una amenaza que nunca se cumple. Revelación en línea sinusoidal que hace desaparecer la verdad que revela. Las mareas son el tiempo del agua, ritmo provisional y precario de la primigenia dialéctica de la proximidad y la distancia.  

El tiempo de las mareas no se encuentra en el cielo, aunque lo refleja análogo, como una distorsión de una conjunción de fuerzas cósmicas superpuestas. Ya que la razón principal del coeficiente de marea es la atracción gravitatoria ejercida por la luna y en menor medida por el sol en relación con la situación relativa entre ellos y respecto de la tierra. Pero la suma y resta de fuerzas astronómicas no basta para explicar las amplitudes de mareas y su dinámica. También dependen del movimiento rotatorio de la tierra y sobre todo de la geografía del lugar. Por eso las mareas son el tiempo de la singularidad. No bastan las fórmulas matemáticas de cálculo para su predicción, es necesario el registro empírico de cada lugar en particular. Las mareas son también el tiempo de una individualidad geográfica y por lo tanto una externalidad a la universalidad de las mediciones del cambio.

La temporalidad de las mareas está inscripta, entonces, en relación con el tiempo solar y lunar pero no como un engranaje calzado y sincrónico, sino como una rueda descentrada que divide el día en cuartos, pero con desplazamientos de adelantos o retardos, nunca idénticos. Por eso las mareas traen un tiempo inútil. Inútil para la mecanización rutinaria de horas, meses o años.

Como si se tratara de una relojería cuyo mecanismo tuviera ruedas con dientes gastados o faltantes, la temporalidad entre la alternancia de la bajamar y la pleamar crea periodizaciones cósmicas de unidades puntualmente singulares, ya que prácticamente nunca se repite una secuencia igual de mareas. Escenificación sensible del estar junto a lo otro.

Tiempo del mar, el más humano, por su apariencia misteriosa, eventual y gratuita. Tiempo de sucesiones sin recurrencias fijas, singularidad del flujo en nuestras costas patagónicas sobre sus playas y contra sus acantilados. Nuestro tiempo.

 

NEWSLETTER

Suscríbase a nuestro boletín de noticias

OPINIÓN