—¿Qué pasó?
—Nada, me demoré porque no pude conseguir estacionamiento cerca. Tuve que dejar el auto como a siete cuadras. Al final, me hubiera convenido venir caminando desde mi casa.
—Es un quilombo estacionar en el centro. Ni hablar de hacerlo por acá, cerca del café.
—Ni en el centro, ni en la periferia. En mi barrio, luego de que inauguraron los tres edificios, tampoco se puede estacionar.
—Lo que pasa es que la Muni no obliga a construir cocheras interiores a los edificios. Por lo menos debería haber una por departamento. Por eso, cada edificio que se construye ocupa una cuadra completa de estacionamiento, en ambas manos.
—El tránsito colapsó. Esta Ushuaia ya dejó de ser la que yo quería cuando me vine a vivir.
—Bueno, en tu época los yámanas estacionaban sus canoas en la bahía, frente al Primer Argentino.
—No me jodas, te hablo en serio. Yo vine del norte escapando de los semáforos, del ruido del tránsito, de las bocinas y de las sirenas de las ambulancias. De las multitudes, de andar por las calles codo con codo.
—Somos muuucho más que doooos…
—Me seguís tomando el pelo, pero es cierto lo que te digo. En Ushuaia ahora estamos igual de lo que yo escapaba: tratá de pasar con el auto frente a un colegio a las doce o a las cinco de la tarde. Imposible.
—Es cierto. Lo que pasa es que queremos estacionar en la puerta del lugar donde vamos. No nos gusta caminar.
—Claro, como si el clima se prestase para eso. Pero fijate que con la doble Maipú parecía que íbamos a tener una avenida de tránsito rápido para siempre y mirá lo congestionada que está ahora. Ni hablar de encontrar un lugar en los estacionamientos que hay entre las dos avenidas.
—Crisis de crecimiento, que le dicen.
—Eso, pero: ¿hasta cuándo vamos a crecer? O, dicho de otra manera: ¿es racional crecer eternamente? ¿Ushuaia puede albergar cien, doscientos o trescientos mil habitantes? ¿Estamos dispuestos a hacer mierda nuestro entorno para llegar a estos números? Es una discusión que aún no hemos encarado.
—¿Y qué proponés? ¿Decir hasta acá llegamos, no vamos a ampliar más la ciudad y prohibir que vengan a vivir?
—No. No propongo nada. Simplemente, me hago preguntas que no sé si alguien más se las hizo, preguntas que deberían formar parte de un debate que no nos planteamos: qué pretendemos para nuestro futuro urbano.
—Ta bien… pero de ahí a cerrar la ciudad…
—No dije eso, sólo me pregunté si alguien decidió que Ushuaia debe crecer hasta el infinito, trepar la montaña, desboscar las laderas, urbanizar turbales y bosques, acrecentando el costo de la infraestructura y eliminando lo más atractivo de nuestro hábitat: sus bellezas naturales. Y con respecto a «cerrar la ciudad» también hay antecedentes, sobre todo en Europa. Cortina D’Ampezzo, por ejemplo, un pueblecito enclavado en los Alpes italianos: allí no se puede construir ninguna casa nueva, sólo se puede reemplazar alguna existente en el caso de que permitan reconstruirla por deterioro o alguna razón mayor.
—Pero hacer eso acá…
—Yo no digo eso, sólo me planteo si nosotros hemos pensado cómo encarar nuestro futuro como núcleo urbano. Si hay alguna solución intermedia entre el crecimiento cero y el desarrollo ilimitado.
—Bueno, entonces, según vos ¿nada se puede hacer?
—Claro que sí. Para nada me opongo a cualquier intervención humana. Todo lo que hacemos provoca un impacto. Pero hay una buena distancia entre algo controlado y la devastación de los unos.
—¿Los unos y los otros?
—No, dolobu, ésa es otra película. Me refiero a los unos de Atila, esos que decían que por donde ellos pasaban no crecía jamás el pasto. El riesgo es que nos convirtamos en eso, en los Atila del fin del mundo. No podemos crecer sin control y pretender mantener la virginidad de nuestro hábitat. Es como pretender que un nutricionista nos haga bajar de peso pero que nos permita seguir comiendo ravioles, pizzas y panqueques. A algo hay que renunciar.
—Algunos vinieron para vivir en contacto con la naturaleza. A cumplir el sueño de la familia Ingalls: una casita en la pradera, al pie de la montaña y el bosque.
—Todo muy romántico, pero cuando llega el primer invierno y hay que apechugar el frío, la cosa cambia. La realidad no es tan dorada y burbujeante como la habíamos pensado.
—Tal cual. Recuerdo el caso del Barrio Ecológico. «Déjennos asentar en este lugar, no le vamos a pedir nada al Estado, sólo la tierra. Seremos autosuficientes: nos proveeremos de energía eólica y agua por nosotros mismos», decían los primeros pobladores de ese barrio, a principios de los noventa. Quinientas leguas al norte, diría Don Rodrigo, empezaron con las peticiones para que les abran las calles, les pusieran la red eléctrica y de agua porque se recagaban de frío. Andá… ecológico las pelotas. Es un barrio más de Ushuaia, como tantos otros, con sus más y sus menos.
—Es que, muchos vienen a Ushuaia a liberarse. Creen que el contacto con la naturaleza les permitirá desprenderse de ataduras, no sólo familiares, sino laborales o sociales.
—Pero después de un tiempo, no pocos sienten que Ushuaia se convierte en algo así como una prisión, que las montañas que circundan la ciudad se transforman en rejas y parecen esconderle el horizonte, haciéndoles faltar el aire. Las montañas, a muchos, los asfixian. Quizás sea porque la mayoría venimos de las pampas chatas, en donde el horizonte es lejano e inasible.
—Bajá un cambio, loco. ¿Te volviste poeta ahora? ¿Cómo llegamos a esto? La culpa es mía por decir que lo único que quiero es una ciudad en donde yo pueda circular con mi auto sin sobresaltos y estacionar donde se me cante. Pero no, el señor me termina filosofando sobre la inmortalidad del cangrejo. Mejor me voy a hacer la cola para poner las ruedas con clavos.
—Ves, lo hubieras hecho con tiempo, hace quince días, como yo… En cambio, ahora, te vas a comer el garrón de un par de horas de cola. ¿Vas a tener paciencia esta vez?
—Olvidate…
—¿De qué?
—De qué, nada… te dije «olvidate».
—Pero no sé de qué querés que me olvide.
—De nada. Es una forma de decir.
—¿De decir qué?
—Es algo así como decir «quedate tranquilo, yo me encargo».
—¿De qué?
—Uf… nada. Mejor olvidate.