Quiero hablarles de un personaje mitológico del Gran Buenos Aires al que mucha gente apoda como “el hombre del pelo blanco”.
La primera referencia sobre este ser misterioso la tuve a partir de Carlos Bartolotta, un chico que vivía enfrente de mi casa en Temperley.
El tano Bartolotta era el líder indiscutible de la cuadra. Me refiero a González Chávez entre Bernardo de Irigoyen y Carlos Tejedor. Ahí vivía yo por esa época.
Apenas unos años mayor que el resto, el Tano era una especie de patriarca futbolero que iba formando equipos con los pibes del barrio. Seguía las historias de cada uno. Sabía a quiénes podía mejorar y a ellos les dedicaba tiempo de prédica y clases prácticas en la vereda o en el campito de la calle Anchorena.
No solo hablaba de fútbol. En las tardes de calor insoportable nos reunía bajo la sombra de un árbol y nos convidaba Naranjú congelado o unas porciones de helado de yerba que preparaba la madre. Era una receta espantosa que a mí me hizo detestar el mate y cualquier producto derivado por el resto de mi vida.
Yo lo escuchaba mucho al Tano. Especialmente cuando se ponía a contar hazañas sobre enfrentamientos nocturnos contra los pibes de 14 de Julio al fondo. O cuando se metía de contrabando en el jardín de una casa de Cerrito, para robar ciruelas de los árboles y llenar baldes enteros que luego traía para repartir.
Una vez, Bartolotta habló del “hombre del pelo blanco”. Dijo que volvía solo por Cangallo, después de haber bajado del tren, y de haber cruzado el puente sobre las vías. La noche era oscura y las pocas luces que funcionaban en la calle alcanzaban para iluminar unos pocos metros por delante. Cuando estaba por llegar a la avenida Almirante Brown, tres tipos se le aparecieron de frente. No tuvo dudas de que iban a afanarlo. Ya no le quedaba tiempo para retroceder a la esquina anterior. Tuvo miedo y se resignó a perder las zapatillas nuevas, una campera preferida y unos pocos mangos que llevaba en el bolsillo. Ahí lo vio al hombre. Era un tipo alto, corpulento, posiblemente vestido con un sobretodo que lo cubría desde la nuca hasta las rodillas. Salió del interior de un garaje. No le pudo distinguir las facciones. Apenas percibió que tenía pelo blanco, y le pareció adivinar un bigote del mismo color. Hizo unos movimientos ampulosos con las manos, abrió un portón metálico y el ruido espantó a los sospechosos que se cruzaron inmediatamente de vereda. El Tano giró la cabeza para agradecerle, al menos con una mirada, pero el hombre ya no estaba.
Después de aquel relato me obsesioné con encontrar al sujeto de pelo blanco, caminando por Temperley. Varias veces, de regreso de algún partido, ya de noche, creí divisar una figura parecida que se escondía detrás de un ligustro. Nunca vi el cuerpo completo. Solo movimientos difusos. Hojas de plantas agitadas.
Hasta que una noche, acaso un par de años después, salíamos con mi viejo de la cancha de Independiente. Temperley ganó dos a uno ese día con un gol del uruguayo Lacava Shell. El clima estaba espeso entre las hinchadas. Entonces nos fuimos unos minutos antes de que terminara el partido y caminamos unas cuadras a paso rápido, hasta la estación Avellaneda. Subimos al andén para esperar el tren a Temperley y nos dimos cuenta de la emboscada. Los hinchas del Rojo coparon las vías y nos esperaban con una lluvia de piedras. Alcanzamos a refugiarnos en las escaleras, corrimos por los pasillos internos de la estación hasta que en medio de los disturbios distinguimos dos luces acercándose desde la capital.
Era un colectivo que por la hora debía ser el último de la noche. Mi papá, rápido de reflejos, me apretó fuerte la mano y subimos en menos de un segundo. Sacamos boletos, y mientras recuperaba el aliento, distinguí el cabello blanco del chofer. Era un hombre alto y robusto, que relojeaba a todo el pasaje por un espejo mientras acomodaba billetes y pasaba los cambios. No le ví muy bien la cara pero para mí era él. El mítico hombre del pelo blanco disfrazado de chofer de colectivo.
Otro día jugábamos a la paleta en una cancha improvisada sobre el asfalto, en la puerta de la casa de mi amigo Adrián. El partido se interrumpía ante el paso de los autos o cuando alguno pedía permiso para ir al baño. En una de esas detenciones no tuve mejor idea que matar el aburrimiento tirando piedras de canto rodado al cielo. Un mal cálculo hizo que una piedra impactara de lleno contra el parabrisas de un Peugeot 505 estacionado. Me agarró un cagazo nunca visto. Me sentí un delincuente liso y llano. Subí a la bicicleta y me escapé del lugar.
De vuelta en casa, mi mamá, en este caso, delegó su parte de la patria potestad. Soltó unas frases de ocasión y cerró el discurso con la peor sentencia. “Arreglátelas con tu padre”, me dijo. Y yo sabía que el asunto era grave. Para colmo era viernes. Al otro día Temperley jugaba de visitante contra Deportivo Español. Estaba todo planificado desde hacía una semana. Salida temprano, almuerzo en “Pipo”, un restaurante del centro y leche merengada en el Café Tortoni, una excentricidad que habíamos adoptado como cábala. Y después, tarde de fútbol.
El asunto es que me senté en la puerta de casa a esperar a mi viejo. Cada tanto relojeaba la esquina. Después de varias falsas alarmas vi venir a dos figuras que llegaban desde el mismo lugar. Uno era mi viejo, pero el otro no. El otro era más alto, con espalda más amplia, y tenía cabellera blanca. En un momento me dio la sensación de que conversaban entre ellos.
El tema es que mi viejo, al llegar, se mostró indulgente. Me preguntó si había roto el parabrisas a propósito. Le contesté que no. Me dijo que él se ocupaba y al otro día hubo salida y cancha.
Desde que vivo en Ushuaia no tuve más noticias de la figura mitológica del conurbano. Sin embargo hace unos años viajé a Buenos Aires para visitar a mi papá que estaba enfermo y quería compartir tiempo con él. Lo acompañé a hacerse un estudio en la capital, y después vimos juntos películas viejas que le gustaban. El plan, una vez más, era ir a la cancha, para ver a Temperley contra Almirante Brown.
Pero surgió un imprevisto. Cuando fuimos a comprar las entradas nos demoramos unas horas y ya no quedaban. Mi viejo se quedó en el auto y yo bajé a la sede del club, a ver qué podía hacer. Le expliqué a una mujer que venía desde Ushuaia, que era muy importante para mí ver este partido con mi padre, pero no hubo caso. Cuando ya me iba, resignado, salió de adentro de una oficina un hombre de pelo blanco, alto y corpulento. Recuerdo que me miró con un aire familiar. Sacó entradas de un cajón, le dio unas indicaciones a la empleada que no alcancé a entender, y me solucionó el problema, antes de desaparecer de la misma manera fantasmal con la que había llegado.
Con mi viejo fuimos a ver ese partido sin saber que era el último juntos. El falleció un mes después, un día como hoy, 3 de noviembre, hace cuatro años.
Desde entonces he pensado mucho en el hombre del pelo blanco y en mis encuentros fugaces con él. Desde que papá murió ya no he vuelto a verlo, aunque algunas veces, cuando me siento solo o tengo algún problema, he llegado a percibir su presencia, merodeándome e incluso susurrándome algún consejo. Ahora ya no necesito cruzármelo para saber de su existencia. Ha dejado de esconderse para estar siempre, a toda hora, al lado mío.