martes 22 de octubre de 2024 - Edición Nº2526
Dar la palabra » Sociedad » 2 ago 2024

Historias y personajes

Magnicidios, de Pensilvania a Salinas Grandes (Por Miguel Mastroscello)

Casi de inmediato aparecieron en las redes (un signo de los tiempos) múltiples teorías conspirativas, mientras los analistas se regodeaban pronosticando las consecuencias del magnicidio fallido, sin olvidar los escenarios contrafácticos que se habrían dado si el tirador hubiera tenido mejor puntería (o si Trump no hubiese girado la cabeza una fracción de segundo antes de que la bala lo alcanzara).


 

El hombre de pelo anaranjado reapareció entre los miembros del Servicio Secreto que lo rodeaban, los mismos que un instante antes le habían ordenado quedarse en el suelo, en un afán tardío por protegerlo. El público del meeting en Butler, una pequeña ciudad de Pensilvania, estaba conmocionado; Donald Trump sangraba de una oreja. Levantó su brazo derecho con el puño cerrado y lanzó una arenga breve antes de ser retirado de la tarima. Según se supo después, como consecuencia del tiroteo murieron dos personas: su agresor, un joven de veinte años, y un asistente al acto; dos más sufrieron heridas graves.

Casi de inmediato aparecieron en las redes (un signo de los tiempos) múltiples teorías conspirativas, mientras los analistas se regodeaban pronosticando las consecuencias del magnicidio fallido, sin olvidar los escenarios contrafácticos que se habrían dado si el tirador hubiera tenido mejor puntería (o si Trump no hubiese girado la cabeza una fracción de segundo antes de que la bala lo alcanzara).

Las repercusiones son comprensibles. Los presidentes de los Estados Unidos suelen ser calificados como las personas más poderosas del mundo. Sin embargo, cuatro de ellos resultaron víctimas fatales de atentados: desde Abraham Lincoln (1865), pasando por James Garfield (1881) y William McKinley (1901) hasta John F. Kennedy (1963). Y nada menos que otros nueve sobrevivieron a sendos intentos; el último de ellos fue Ronald Reagan, en 1981. Antes, en 1968, también fueron asesinados Robert Kennedy, precandidato del partido Demócrata a la presidencia, y el líder de los derechos civiles Martin Luther King Jr.

Es preciso reconocer que, a pesar de tanta violencia, el sistema republicano estadounidense consiguió perdurar sin interrupciones, desde que, en 1789, George Washington asumió por primera vez como titular del Poder Ejecutivo. En otras partes del mundo, los magnicidios han tenido consecuencias gravísimas, como fue el caso del atentado contra el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del Imperio Austrohúngaro, cuya muerte derivó en el inicio de la primera guerra mundial.

En la Argentina tenemos un antecedente muy fresco: en septiembre de 2022, la vicepresidente Cristina Fernández de Kirchner, que había ejercido la presidencia en dos períodos consecutivos, se salvó por muy poco del intento de un individuo, Fernando Sabag Montiel, que llegó a ponerse cara a cara con ella (pese a estar rodeada de partidarios que habían asumido su custodia) y gatilló dos veces una pistola; los disparos no salieron, presuntamente por impericia del tirador. Del mismo modo que en el atentado de Trump, las especulaciones sobre lo que hubiera ocurrido en la escena política en caso de éxito del magnicida frustrado fueron más que inquietantes. El agresor y dos cómplices fueron detenidos, y el episodio es investigado por la justicia federal.

Hubo otros cuatro atentados contra figuras presidenciales argentinas y sólo uno, ocurrido en 1870, resultó exitoso. La víctima fatal fue Justo J. de Urquiza, asesinado en el Palacio San José, su lujosa residencia particular próxima a la ciudad entrerriana de Concepción del Uruguay. Por entonces, Urquiza había vuelto a ser gobernador de la provincia, aunque estaba muy cuestionado por los miembros de su propio partido, el federal, que lo acusaban de traidor. Las imputaciones recrudecieron cuando recibió en el Palacio al presidente Sarmiento, lo que transparentó una reconciliación política con los unitarios que le traería consecuencias.  Cierta tarde de abril, una partida de jinetes armados ingresó por los fondos de la residencia gritando amenazas y vivando a López Jordán, un caudillo provincial opositor. El alboroto advirtió del peligro a Urquiza, que salió de sus aposentos portando un arma.  Al toparse con los complotados hizo un disparo que hirió a uno de ellos, pero recibió un tiro de revolver en la cara y cayó en el vano de la puerta; dos de los atacantes lo remataron a puñaladas. La esposa y una de sus hijas arrastraron el cuerpo dentro del cuarto y se encerraron allí con él. Tres días después, López Jordán asumió como nuevo gobernador y anunció su apoyo a una rebelión contra el gobierno nacional. El presidente envió tropas para reprimirla; tras una serie de combates, el entrerriano fue derrotado en Naembé y huyó a Brasil con un grupo de adherentes.

El segundo intento de magnicidio lo sufrió Sarmiento, quien en el momento ni siquiera se dio cuenta.  Un sábado de 1873 se dirigía en un coche a la casa de Dalmacio Vélez Sarsfield, con cuya hija y asistente, Aurelia, mantenía una larga relación prohibida (lo cual era un secreto a voces en Buenos Aires). Transcurría el quinto año de su mandato presidencial y el sanjuanino, pese a su temperamento combativo, se sentía afectado por los cuestionamientos de sus adversarios políticos, a los que conseguía con facilidad gracias a su pasión indomable por la polémica. En la esquina de Maipú y Corrientes, el cochero escuchó una detonación y, por las dudas, apuró a los caballos; su único pasajero, ensimismado y con una sordera avanzada, no se enteró de lo que ocurría. Recién lo supo en casa de los Vélez, cuando se presentó el Jefe de Policía para informarle que dos jóvenes inmigrantes italianos, de apellido Guerri, habían sido detenidos cuando trataban de escapar del lugar del atentado. Uno de ellos, Francisco, portaba un trabuco que explotó cuando quiso usarlo, por exceso de carga, y lo hirió en un brazo. Su hermano Pedro tenía un puñal. También fueron apresados dos argentinos que los acompañaban, Aquiles Sesatrugo y Luis Casimiro. Luego se comprobó que las balas del trabuco estaban cubiertas con ácido prúsico y el puñal con estricnina, por lo que cualquier herida que causaran hubiera sido mortal. Al ser atrapados, ambos terroristas confesaron haber sido contratados para el crimen en Montevideo, se presume que por partidarios de López Jordán. Fueron juzgados y condenados a la pena de muerte. Sesatrugo y Casimiro terminaron asesinados al poco tiempo en Montevideo, en circunstancias nunca aclaradas.

Los otros dos intentos de magnicidio tuvieron como objetivo a Julio A. Roca. El primero se ejecutó en 1886, cuando se dirigía a pie desde la Casa Rosada a la sede del Congreso, por entonces ubicada en un edificio de la calle Victoria (actual Hipólito Yrigoyen) esquina Balcarce, que hoy ocupa la Academia Nacional de la Historia. Era común, en aquellos tiempos, que las autoridades se desplazaran de esa forma y sin custodia; el propio Roca solía ir caminando desde su casa, en San Martín 557, hasta su despacho. El 10 de mayo, el presidente debía inaugurar el último período de sesiones legislativas de ese, su primer mandato. A las tres de la tarde salió de la casa de gobierno y llegó hasta la calle Victoria, donde la banda del Regimiento 1 del Ejército lo recibió con los compases de una marcha militar. Para sorpresa de todos, desde un grupo de curiosos fue lanzado un piedrazo que hirió a Roca en la cabeza, haciéndolo tambalear. En medio del caos subsiguiente, con las tropas desplegándose en formación de combate, el vicepresidente Carlos Pellegrini, que caminaba detrás de Roca, logró atrapar al agresor aferrándolo del cuello. Estuvieron a punto de lincharlo, pero el comisario Cernadas impuso su autoridad y lo trasladó a una comisaría cercana. Fue identificado como Ignacio Monges, un correntino veterano de la guerra del Paraguay y partidario de Dardo Rocha, el gobernador bonaerense cuya candidatura a la presidencia había sido bloqueada por Roca. La herida de este era bastante profunda y requirió la atención en el lugar de su amigo y ministro Eduardo Wilde, quien era médico. Con la cabeza vendada y la banda presidencial manchada de sangre, Roca subió al estrado y pronunció un discurso más corto que el que tenía preparado, que terminó con esta frase: “Me retiro sin odios ni rencores para nadie, ni aún para el asesino que me ha herido”. Un cuadro del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes, hoy expuesto en el Congreso, registra el momento. Monges fue condenado a diez años de prisión.

Cinco años después, Roca sufrió otro atentado. Era ministro del Interior de Pellegrini, quien había asumido la presidencia tras la renuncia de Juárez Celman. Desde esa cartera y como jefe del Partido Autonomista Nacional (PAN), el tucumano seguía controlando las principales claves de la escena política. A las cinco y media de la tarde del jueves 19 de febrero de 1891, se desplazaba en un carruaje por la calle 25 de Mayo, tras finalizar una reunión de gabinete. Se escuchó una detonación y Roca se llevó la mano a la espalda, porque sintió un impacto y pensó que lo habían herido. En realidad, la bala fue amortiguada por la capota y el asiento del coche, sin llegar a lastimarlo. El tirador era un muchachito de apenas 15 años, Tomás Sambrice, argentino hijo de inmigrantes italianos. Lo arrestaron cuando intentaba escapar, con un revolver de 9 milímetros. En la comisaría fue interpelado por su víctima, que tras darle un bastonazo le preguntó quién lo había mandado. La investigación policial determinó que Tomás había planeado el crimen junto con un grupo de chicos de su edad, porque consideraba a Roca responsable “de todas las desgracias que han ocurrido en el país”. Al día siguiente, Pellegrini decretó el estado de sitio en la capital. La prensa oficialista insinuaba que la responsabilidad intelectual del atentado era de la Unión Cívica, liderada por Leandro N. Alem, que el año anterior había intentado derrocar al gobierno del PAN mediante la llamada “Revolución del Parque”. Sin embargo, no fue posible probar la participación de adultos en el hecho. En junio de ese mismo año, el juez interviniente resolvió el sobreseimiento de Sambrice, su hermano Eduardo y otro muchacho, Octavio Palacios, ambos imputados como cómplices.

Para terminar esta reseña, recordemos un antecedente remoto, ocurrido en 1834, en las inmediaciones de las Salinas Grandes, una zona que hoy comparten las provincias de Buenos Aires y La Pampa. Allí, en el paraje de Masallé cercano a la laguna Epecuén, estaban las tolderías de los boroganos, parcialidad mapuche cuya jefatura ejercía el cacique Mariano Rondeau. Eran originarios de la zona de Boroa, a orillas del río Cautín, en la región chilena de la Araucanía. Desde hacía varios años, pasaban al otro lado de la cordillera de los Andes para capturar ganado y venderlo a estancieros chilenos. Cuando decidieron asentarse en las pampas, impusieron el rigor de su capacidad guerrera a las tribus de puelches, ranqueles y tehuelches que vivían en la región y tuvieron que aceptar su presencia. En sus andanzas con los huincas, el cacique trabó amistad con el general José Rondeau y adoptó su nombre. Más adelante pactó con Rosas para dejar de malonear, a cambio de una entrega periódica muy generosa de cabezas de ganado. Eso le valió un gran prestigio en la comunidad aborigen, al tiempo que atrajo el interés de un cacique ambicioso proveniente de la Araucanía. Su nombre era Juan Calfucurá. En la primavera de ese año, el forastero se presentó en la toldería pampeana acompañado de un gran número de lanzas. Rondeau lo esperaba con su plana mayor, dispuesto a cumplir con la costumbre que precedía a cualquier acuerdo de comercio o amistad: el intercambio de largos parlamentos con los que ambas partes procuraban alcanzar consensos políticos. Tras obsequiar a los presentes con aguardiente y tabaco, Calfucurá empezó a hablar. Se remontó primero a épocas lejanas para recordar cómo su familia había enfrentado a los huincas. Luego manifestó su admiración por Rondeau, por haber doblegado al más bravo de ellos, don Juan Manuel, y siguió hablando mucho tiempo más. Su gente lo escuchaba con atención, mientras los capitanejos de Rondeau tomaban ginebra y fumaban. Mariano también había bebido bastante cuando empezó su parlamento, y tal vez por eso no advirtió que Calfucurá saltaba hacia él con un cuchillo en la mano. El puñal del forastero se clavó cerca de su cuello, por lo que murió ahogado en su propia sangre. Los guerreros de Calfucurá hicieron lo mismo con los capitanejos y con todos los que trataron de oponer resistencia. La conspiración alcanzó un éxito fulminante: en cuestión de minutos, el poder en las Salinas Grandes había cambiado de manos.

 

Fuentes:

“Cuyano alborotador”, de José Ignacio García Hamilton (Ed. Debolsillo)

“Soy Roca”, de Félix Luna (Sudamericana)

“La conquista de Rosas”, de Gerardo Bartolomé (Ediciones Históricas)

“El caso Sambrice. Niños, prensa y política en Buenos Aires a fines del Siglo XIX”, de Inés Rojkind UBA-CONICET)

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