Hace unos días alguien, en uno de esos juegos habituales en la extuiter, mostró la foto de una antigua lata de galletitas, de esas que tenían un vidrio en uno de los laterales para ver su interior. A la foto se agregaba una pregunta: «¿qué recuerdos te trae esta foto?». Yo contesté que me recordaba la abortada guerra con Chile de 1978.
¿Por qué?, me preguntaron y respondí que en dos de esas latas yo había enterrado alimentos no perecederos en el sendero al Martial, cuando el comienzo de la guerra tenía fecha y hora. El 21 de diciembre de 1978 todos o casi todos en Ushuaia nos acostamos sabiendo que a la madrugada siguiente nos despertarían los cañonazos. Y que la guerra traería destrucción, aislamiento y falta de alimentos. Almacenarlos en un lugar seguro sería una forma de subsistencia. Ushuaia se había convertido en una ciudad fantasma, sin niños ni mujeres, en cuyas calles se veían casi exclusivamente uniformes verdes.
Hacía un siglo que nuestras fuerzas armadas no entraban en un conflicto internacional, desde la Guerra de la Triple Alianza, entre 1864 y 1870. Allí nuestro ejército fue una especie de furgón de cola del Brasil para la destrucción de un Paraguay progresista en la que se diezmó al 80% de su población masculina. La recompensa por los servicios prestados hoy se llama Formosa.
En el tratado limítrofe firmado con Chile en 1882, impulsado por Roca, habían quedado algunos sectores en una zona gris. Las islas Picton, Lennox y Nueva eran los más controvertidos. En 1971 los presidentes Lanusse y Allende firmaron un convenio de arbitraje para que Gran Bretaña decidiera a quién pertenecían. Seis años después el fallo fue favorable a Chile. La dictadura militar que se había adueñando del país no lo aceptó y comenzó a madurar la idea de tomar las islas por la fuerza. Por fin tendrían la guerra que venían madurando desde hacía más de un siglo.
El plan era atacar Chile en dos frentes: ocupando las islas desde el sur para luego invadir Punta Arenas, y en el centro cruzar con blindados por el paso Pino Hachado, a la altura de Neuquén, para cortar en dos al país trasandino. La idea original era desembarcar en las islas el 21 de diciembre a las cuatro de la mañana, pero una fuerte tormenta postergó el ataque para las cero horas del 22 de diciembre de 1978.
Aprovechando la demora climática, el nuncio apostólico intentó vanamente comunicarse con el Papa Juan Pablo II. El télex de la nunciatura no funcionaba esa noche. Desesperado, buscó algún otro desde donde poder enviar un mensaje al papa y el único cercano que consiguió fue el de la embajada de EEUU. Desde allí le envió el mensaje: «santo padre, usted es el único que puede parar la guerra. Videla y Pinochet sólo se detendrán si usted lo pide». Cuatro horas antes de la hora cero del día D, en plena madrugada del Vaticano, llegó el mensaje de Wojtyla y la guerra se abortó.
La escalada militarista había arrancado mucho antes de esa fecha. En la segunda quincena de diciembre la Isla de Tierra del Fuego estaba aislada del resto del país: se habían clausurado las comunicaciones telefónicas, estaban cerrados la mayoría de los negocios de la ciudad en donde sólo quedaron abiertos los imprescindibles. Todos sabíamos que una vez declarada la guerra, el aislamiento sería peor para nuestra ciudad ya que por mar se bloquearía la boca este del canal Beagle y por tierra el acceso por Chile estaría cerrado. Ni pensar que sería muy difícil el acceso aéreo en caso de un conflicto prolongado.
La única vía terrestre de acceso a la ciudad era la ruta vieja, bordeando la bahía de Ushuaia. Vialidad Nacional encaró con urgencia el proyecto para hacer un segundo acceso (que con el tiempo fue la avenida Héroes de Malvinas) sobre un terreno totalmente virgen. Quienes trabajaban en el estudio topográfico lo hacían muchas veces bajo el silbido de las balas por la cercanía del polígono de tiro de la Base Naval, ubicado en la zona de la Perrera, lo que hoy es la sala de sesiones de la Legislatura de Tierra del Fuego.
En los meses anteriores se habían pavimentado pistas para el aterrizaje de aviones militares sobre la ruta 3, en cercanías a la estancia Las Violetas y el río Fuego, y en la estancia Los Cerros. Además, se construyeron lugares para descenso de helicópteros en el viejo aserradero CAMP, en la ruta j cerca de Almanza. Se montaron cañones en Monte Gallinero apuntado a Navarino y otros en Almanza direccionados hacia Puerto Williams. En los días previos era algo cotidiano los estampidos de los disparos provenientes de prácticas del cañón emplazado en Monte Gallinero. En ese lugar, que pertenecía a la Armada, funcionaba anteriormente un tambo que también era un criadero de aves, huerta, etc., lo que le daba su nombre.
Se había elaborado un sistema de tarjetas de racionamiento para la población civil a implementarse a partir del comienzo de la guerra que por suerte no fue necesario.
Los barcos que llegaban al puerto de Ushuaia con soldados y pertrechos traían además una carga tétrica: ataúdes y bolsas de plástico que se usarían para almacenar los muertos que se producirían por el enfrentamiento. A los soldados se los alojaba en los patios de deporte de algunos colegios.
Las autoridades aconsejaban que mujeres, niños y ancianos fueran evacuados y los pocos vuelos comerciales existentes lo hacían gratis. Los aviones de transporte de la Armada estaban estacionados en la vieja pista aeronaval a la espera de la orden de evacuación definitiva. Se vivieron escenas de desesperación, confusión y atropello. Las familias quedaban desmembradas. En algunos casos partían hacia el norte sólo los hijos pequeños que viajaban al cuidado de las azafatas para ser recibidos en Buenos Aires por sus familiares. Se menciona en algún documento, incluso, que hombres vestidos de mujer intentaron infructuosamente abordar las naves, además del caso de un conocido comerciante de aquel entonces que se agarró a trompadas por la disputa de una de las pocas plazas disponibles.
Uno de los aviones de evacuación que había partido de Ushuaia, un Electra de la Armada, quedó varado en Río Grande por desperfectos mecánicos la misma noche del 22 de diciembre. Ya se habían resignado quedar expuestos por el inminente comienzo de la guerra cuando pudieron trasbordar a un avión a Aerolíneas Argentinas recién llegado. Había traído una carga de tropas y pertrechos militares y volvía a Buenos Aires. Los pasajeros viajaron sentados en el suelo porque se habían desmotando asientos y todo tipo de comodidades.
Quienes se quedaron en Ushuaia, reforzaban los ventanales con cinta adhesiva para que al estallar los vidrios con las explosiones de bombas y cañonazos no lastimaran a sus ocupantes.
Durante las semanas previas a la fecha indicada, periódicamente la sirena de los bomberos indicaba el inicio de un operativo de simulacro de oscurecimiento de todas las casas. Los responsables barriales y de manzanas, en coordinación con Defensa Civil, debían controlar su acatamiento recorriendo sus sectores para confirmar que las ventanas estuvieran cubiertas con frazadas para eliminar cualquier filtración de luz interior. Se pintaban los faros de los autos de color celeste antirreflejo para evitar su detección aérea de noche.
Un avión DC3 camuflado servía como control de los simulacros y para llevar personal y asistencia entre las dos ciudades fueguinas. Es el que ahora está sobre la calle Luis Fique, en inmediaciones del Aeroclub. Estaba piloteado por el jefe de la base aeronaval y decían por aquel entonces que León Medina (que estaba confinado allí luego de su famosa fuga) solía ser parte de la tripulación.
Los garajes del subsuelo de las 200 viviendas, en construcción por aquel entonces, estaban siendo preparados para alojar prisioneros, sobre todo los muchos chilenos que vivían en Ushuaia, dada su condición de «sospechosos». Demás está decir que en esa época de cárceles clandestinas, aquello era lo más cercano a un campo de concentración que uno podría imaginarse.
La guerra se frustró. Afortunadamente. A pesar de la oposición de los Menéndez, Suarez Mason y Camps, halcones en un equipo de buitres, se decidió suspender las acciones y el ataque argentino no se produjo. La intervención papal logró su objetivo y se organizó un encuentro con el cardenal Samoré en Montevideo, cuatro días más tarde. De haberse concretado, las heridas que hubieran quedado en un lado y otro de la cordillera por este conflicto todavía estarían supurando pus.
Una muestra que ejemplifica la monstruosidad que hubiera desatado el choque armado: quien elaboró el plan de ataque y fue nombrado comandante de las fuerzas de ocupación en territorio chileno fue el general Luciano Benjamín Menéndez, comandante del III cuerpo del ejército con asiento en Córdoba, condenado 7 años después por crímenes de lesa humanidad. Con su inmenso ego autoritario y su soberbia sin límites, arengaba a sus soldados en esos días previos al ataque con frases como la siguiente: «Cruzaremos los Andes, les comeremos las gallinas, violaremos a sus mujeres y orinaré en el Pacífico». Esta frase define por sí sola el grado de perversidad que hubiera desatado el conflicto.
Finalmente, quiero hacer mención a la que creo fue la única baja en Ushuaia de esta frustrada guerra.
Pedro Vargas era un empleado de la Dirección de Obras Sanitarias de aquel entonces. Tras décadas de trabajo conocía cada uno de los recovecos del Arroyo del Este, el curso de agua que alimentaba la vieja, y por aquel entonces única, planta potabilizadora, ubicada en lo que hoy son las calles Lasserre y Alem. Era el encargado, entre otras tareas, de limpiarlo de hojas en otoño, de hielo en invierno y de troncos por las crecientes de primavera. El Arroyo del Este era su casa. Pero Pedro Vargas era chileno, nativo de la isla de Chiloé. Y como tal, un potencial enemigo. Días antes de ese 22 de diciembre lo echaron. Le dieron de baja. Lo dejaron prescindible. A él cuya vida era su trabajo, y el conocimiento de las aguas de Ushuaia el sentido de su existencia. Días después del 22 de diciembre apareció muerto aguas arriba del mismo chorrillo que alimentaba la planta potabilizadora. La oscuridad, dijeron. Un resbalón, mencionaron. Quizás el exceso de alcohol, señalaron. Imposible para quien conocía el chorrillo como la palma de su mano y que seguramente pensó que su vida ya no tenía sentido sin recorrelo a diario para calmar la sed de Ushuaia.