Es noviembre, de noche y estoy por cumplir 50 años. Con mi esposa corrimos para llegar al aeropuerto. No fue como otras veces, en que llegábamos con tiempo después de preparar las valijas durante toda la tarde. Hicimos los trámites, subimos al avión y me desparramé en el asiento con los ojos cerrados.
No sé por qué mi mente se enfrascó, como una letanía, en una serie de postulados sobre los abrazos. Por ejemplo, mi papá y yo nunca nos abrazábamos. Quiero decir, por ahí durante un saludo, después de no vernos algunos meses, pero no como parte de un ritual afectivo. No es que mi papá viniera un día caminando por la casa, me encontrara de casualidad entre el living y la cocina, y me tendiera los brazos. Eso no formaba parte de nuestra manera de relacionarnos.
Recuerdo que durante la niñez ni siquiera reparé en ese detalle. Lo notaba con mis amigos, que sí se abrazaban con sus padres, pero nunca lo sentí como una falencia o un acto de desaprensión.
Después, con los años, cuando uno crece, sí se lo pregunta. Y también busca respuestas. No es que se lo haya preguntado a él, así, de manera directa. Siempre me dio vergüenza hacerlo. Sin embargo, empecé a entender. A ver cómo a veces se replican patrones de crianza de una generación a otra. Que mi abuelo tampoco lo abrazaba a él, y que los padres, aun cuando intentamos mejorarnos respecto de lo que recibimos y damos, en muchos casos terminamos repitiendo esas conductas que asumimos como naturales en nuestra infancia. Con el tiempo, además, uno termina comprendiendo que el amor tiene mil formas de manifestarse y que el problema no es la ausencia de un formato, sino la manera que cada persona encuentra para transmitir lo que siente.
Mi viejo encontró esas otras maneras. De sobra las encontró. Por ejemplo, cuando a los cuatro años me llevó a la cancha de Temperley, y transformó una salida recreativa en una especie de religión, con adoración a los colores y liturgias compartidas. Desde entonces, la cancha fue siempre nuestra. Fue nuestro lugar. Desde que salíamos de casa, y viajábamos horas arriba de colectivos, de autos o de camiones. Desde que me pasaba a buscar después del trabajo. Y me llevaba a comer o a tomar un helado mientras hacíamos tiempo hasta la hora del partido. Todo nuestro era. Las conversaciones sobre cualquier tema, los silencios mientras escuchábamos la radio, los olores a paty y a choripán, los escalones helados de las tribunas durante el invierno y la Coca caliente y aguada durante el verano. Todo mío era. Su tiempo, sus energías, su entusiasmo. En esa época no me daba cuenta, pero yo quería que ganara Temperley para que ganara mi papá. Yo era hincha de mi viejo, por sobre todo lo demás.
Sin embargo, no había abrazos. Ni en los goles, ni en las avalanchas ni en las caminatas a la noche, después de una derrota.
Hasta que un día, hubo uno. No cualquiera. Uno inmenso, potente. De esos que se te graban en la memoria por el resto de la historia.
Fue en cancha de Huracán, me acuerdo, en diciembre de 1982. Jugábamos la segunda final contra Atlanta por el ascenso a primera. El “Mudo” Cassé, el gran arquero Celeste, había pateado la tierra cuando le tocó su turno en la definición por penales. La pelota había entrado pidiendo permiso. Pero después había atajado uno y ahora le tocaba el turno al “Flaco” Dabrowsky. Era el definitorio, el del ascenso, el de la gloria. Cuando la pelota entró sobre la izquierda del arquero, y el mundo se transformó en un big bang, me di vuelta para encontrarme con la cara exultante de mi viejo que sin dudarlo me tomó entre sus brazos hasta estremecerme como nunca había pasado. Y lloramos juntos, y gritamos, y saltamos, y fuimos en caravana desde Parque Patricios hasta el Teatro de Turdera, y la vida siguió pasando como si aquello no hubiera merecido un recorte, un cuadro, una repetición cada vez que uno quisiera, como pasan por la tele tantas veces una jugada dudosa.
Después ya no hubo más abrazos como ese, hasta junio de 2014, aunque esta vez fue distinto. Porque ahora sabía que podía venir, y comencé a desearlo desde antes. Desde las semifinales empecé a sentir ese cosquilleo en el estómago. Recuerdo que yo estaba en Ushuaia, y no dudé ni un segundo en tomarme el avión para la final por el segundo ascenso.
Primero fuimos a la cancha de Platense, la noche de la derrota 1 a 0, y la caminata silenciosa entre la muchedumbre de rivales. Hasta que llegó la otra noche, la mágica, la de los ángeles volando por el cielo. Estábamos ahí de nuevo, uno al lado del otro, sufriendo una nueva definición por penales. Entonces vi al arquero Crivelli revolcarse sobre la pelota y girar de inmediato para mostrarla con los brazos en alto, como un trofeo. Y después no vi más nada. Porque recuerdo haber saltado del asiento para abrazar a mi viejo como hacía veintisiete años. Como si fuera la última vez.
El avión aterriza en Buenos Aires en medio de un silencio ajeno a la gran ciudad. Todo parece oscuro y quieto.
Estoy en el mismo aeropuerto, treinta años después. Hago gala de la experiencia acumulada. Me muevo seguro, pisando donde debo. Se perfectamente por cuál de las cintas transportadoras recuperaré mi equipaje. No necesito apurarme. Siento el peso de los zapatos. La gravedad de lo que viene.
Tomo los bolsos del suelo y espero a mi esposa que fue hasta el baño. Escucho vibrar el teléfono y me paralizo. Busco la pared más cercana y me siento en el piso, usando el muro como respaldo. Se lo que va a pasar. No necesito leerlo en la pantalla.
Papá murió hace algunos minutos, en la guardia del hospital. Es extraño, porque en medio del trencito de valijas y personas, en la imagen de la indiferencia del mundo que sigue su curso sin enterarse, percibo como una brisa el perfume del pasto recién cortado de la cancha, el olor a choripán humeante del entretiempo, el sonido de sus pantuflas alejándose del comedor.
Me levanto como puedo. Las valijas me arrastran hasta la puerta. Estoy otra vez en el punto de partida, pero en el sentido inverso. Voy a contramano del desarraigo, volviendo tarde desde el sur, en busca de un abrazo imposible.
La distancia carece de noción sobre la justicia. Los que están cerca parecen ignorarlo. Los que estamos lejos, en cambio, no tenemos más remedio que aprender.