Suena insistente el celular y atiendo. Se corta. Es mi padre, no suele llamar muy seguido, así que devuelvo la llamada. Nos damos “ese” saludito protocolar y, disparamos una risa cómplice.
De niña (incluso hoy, cuando nos vemos) mi padre me contaba una anécdota de algún personaje de la Historia. Habitualmente de la Historia no oficial. Así aprendí bastante sobre caudillos, sobre sueños, utopías y la resiliencia de los oprimidos. Siempre se encargó de decirme que no cuente por ahí, las cosas de las que hablamos. Quizás, porque sabe que no voy a obedecerle.
Mi viejo es un hombre humilde, tenaz; un apasionado de la música y de la historia, pero hoy, no tiene demasiadas ganas de tocar la guitarra. Sin embargo, me ha llamado para recomendarme una cantante especial y compartir alguna anécdota.
Nos quedamos hablando casi una hora. A veces es un ¡plomo! Pero compartimos el gusto por la música, la política y los libros; así que escucho. Se vuelve a cortar. Alguno de los dos se quedó sin crédito. Vuelvo a llamar. Le explico cómo conectarse, al Wifi del vecino para comunicarnos con menos gasto. Él me explica que todo está bien, que cobró la jubilación, que puede pagar el celu. Le pido que grabe con su celular, algún Bossa de esos que le gustan tanto. Dice que quizás grabe y me envíe algo.
Nos despedimos con un: “estamos en contacto, besitos”.
Enciendo la tele. Hago un poco de zapping y la apago. No quiero ver más noticias. No quiero escuchar las quejas de los que más tienen. De los que no pueden mirar.
Mi padre nos enseñó a creer y a rezar (nunca lo hice bien) no creo en la iglesia, pero creo en él. Entonces, riego las plantas; pongo el tema musical que me recomendó, y rezo.
Mi padre tiene miedo. Lo escucho. No lo confiesa. Yo sé, que también es por él.