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Dar la palabra » Cultura » 15 oct 2019

Región e identidad

Filosofemas de la estepa (Por Fabio Seleme)

En ese infinito espacio abismal, que ignoramos y nos ignora, el horizonte permanece implacablemente circundante, indiferente a la velocidad y el movimiento, y como si se tratara entonces de una metáfora de la metáfora del universo de Pascal, el centro está en todas partes y la circunferencia no está en ninguna.


Por origen, por historia, por intensidad y por singularidad, la experiencia patagónica es esencialmente esteparia. A pesar de lo que venden las agencias de turismo, es la estepa de la meseta, y no el bosque de la zona andina con sus lagos y glaciares, el ámbito donde se tiene el reflejo sensorial y de conciencia más originariamente patagónico. 

Hay muchas formas y maneras de acceder y transitar esa sensibilidad, fundamentalmente porque la estepa es precisamente el lugar de los tránsitos nómades. Pero para entrar conceptualmente en la experiencia patagónica, un fragmento del diario de viaje de Darwin nos da tal vez el mejor acceso a ella. Recordando su parada en Puerto Deseado el naturalista escribe: “En todo el paisaje no hay más que soledad y desolación; no se ve un solo árbol, y salvo algún guanaco que parece hacer la guardia, centinela vigilante, sobre el vértice de alguna colina, apenas si se ve ningún animal ni un pájaro; y sin embargo, se siente como un placer intenso, aunque no bien definido, al atravesar estas llanuras donde ni un solo objeto atrae nuestras miradas, y nos preguntamos: ¿desde cuándo existirá así esta llanura? ¿cuánto tiempo durará aún esta desolación?”

Hay en este párrafo un notable acierto intuitivo en la contemplación esteparia, que consiste en ir desde un máximo extrañamiento frente al espacio a la pregunta absorta por el tiempo. Cerca del borde mismo de la experiencia, Darwin capta en la estepa un espacio casi absoluto, sin relación con alguna cosa particular, idéntico y uniforme, que remite a un tiempo también casi absoluto, formal e inmóvil, sin relación con acontecimiento alguno. Todo asociado a un placer indefinido o tal vez a un goce de la dilución indeterminada en el que se precipitan las cosas en la estepa, en una especie de ejercicio de desaparición simulada. 

La enorme desolación esteparia de la que habla Darwin es ese paisaje donde la conciencia falla en su acción más básica de registro de objetos y movimiento. No es que no haya entes y elementos (piedras, matas, etc.) sino que la inmensidad del espacio abierto no puede ponerse en relación y proporción con ellos o a ellos en relación y proporción con ese espacio infinito.  Y esa ilusión de vacío trae un imaginario tiempo sin sucesos, donde la pregunta se dirige retóricamente al pasado y al futuro, como instancias inverosímiles dentro de la acción envolvente de la nada, que expandida espacialmente parece comprimir la temporalidad a un presente puro.  

¿No es acaso eso la Patagonia, una infinidad de espacio que remite a una eternidad de tiempo? Formalidad inmedible e incuantificable. En la estepa nada se da en primer plano. Mas bien la estepa es una forma sublime que interfiere con toda sensación. Su desértica inmensidad que esteriliza el devenir, parece situarse al margen de la corrupción y del carácter orgánico de la naturaleza por lo que su definición apenas se tantea a través de una ontología negativa. 

En ese infinito espacio abismal, que ignoramos y nos ignora, el horizonte permanece implacablemente circundante,  indiferente a la velocidad y el movimiento, y como si se tratara entonces de una metáfora de la metáfora del universo de Pascal, el centro está en todas partes y la circunferencia no está en ninguna. Y así se puede andar descentrado justo al medio de todo. 

Fulgor de espacio abierto y silencio de tiempo nulo. Hay dilatación y luz, incluso un exceso de ellas, pero la luminosidad no es necesariamente sinónimo de verdad. En la estepa patagónica, es imposible hacer frente a las cosas. En medio del vasto espacio despejado, diáfano y radiante, la presencia de las cosas guarda un raro antagonismo con la ocultación que se reservan siempre al mismo tiempo. Para entenderlo pictóricamente basta ver la obra de Georg y Emaús Miciu. La luz y la expansión, dentro de la cual están los objetos, al mismo tiempo los ocultan y desdibujan en una resplandeciente insignificancia mística. Hasta el horizonte omnipresente parece más acá de lo iluminado, líquido y borroso. Todo se retrae, se oculta tras la luz que saca el sol de las cosas al reverberar. La realidad abrumada se esconde con mimetismos y miniaturizaciones, se escabulle entre madrigueras, se hunde en cuevas y resiste en enclaves.

Y en silencio.

El silencio de la estepa patagónica es el de la desnudez, el del mutismo exterior de los objetos. Hasta las ráfagas filosas del viento parecen traer la sorda furia póstuma de la historia. Duelo de quietudes en el anonadamiento del mundo. Sin rumores, la vacancia se llena con el sonido de nuestra respiración y latidos. No hay en la estepa el drama paranoico del bosque sino más bien el suspenso de lo que vibra sobre sí mismo.

Lo único que sutilmente predomina es el relieve suave que se dibuja y se recorta sobre la lisura del contorno. Lunar y erosionada, la estepa patagónica se entrega en formas dúctiles de reminiscencias submarinas, por debajo de la línea de flotación del tiempo.

Ese relieve, esa levedad de las formas, sin embargo, nos ofrece y nos garantiza una mínima orientación, una vía de acceso a lo que somos nosotros mismos en ese espacio. Gracias a ese relieve, a esas diferencias entre distintos niveles o a lo que apenas se pliega, es que las cosas son conjeturadas o descubiertas a la distancia, como guanaco, cerro o meseta.

El relieve es también lo que mantiene informado del rumbo en el itinerario, que debe guardar siempre verticalidad directa. No hay en la estepa, la pampeana opción de la errancia.  Si en la inmensidad paramera del tránsito estepario se comienza a girar, y el horizonte deja de estar fijo, significa que estamos absolutamente perdidos. Esta idea lleva a comprender por qué, tal como explica Casamiquela, “circunvaladora” o “giradora” es el significado inscripto etimológicamente en el nombre del mito central de la estepa y los tránsitos a su través: Gualicho. Metonímico enroque del extravío en la planicie, Gualicho es la deidad a la que se atribuye torcer los caminos girando en torno del nómade que se pierde. Gualicho es, en un sentido profundo, ese horizonte en movimiento que confunde el espacio y el tiempo, espiralizándolos y dejándonos sin referencias.

Exterioridad de un espacio inabarcable que se refleja internamente como un tiempo inasequible, esa es la relación experiencial de la Patagonia. Acorde armónico entre la imposibilidad externa e interna. La estepa patagónica es existencia cruda en el filo de la evanescencia de los accidentes. Universal trascendente negado a la individuación de las cosas. Medio total, fuga entre matas y líneas de flujo lumínico. Ir a través de su levedad interminable siempre requiere sacrificar algún bien o hilo del ropaje personal, inconcluirse y dejar de ser para estar de pie y en marcha. 

Indefectible e inexorablemente cuando uno se adentra en la estepa resulta conquistado y ocupado por lo inconquistable e inocupable, por la redundancia de su simpleza lisa, sutil, llana y sobreelevada, que deja a solas con la duda, la contemplación y el propio pensamiento.

 

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