viernes 19 de abril de 2024 - Edición Nº2340
Dar la palabra » Cultura » 28 jul 2019

La fuga de Simón Radowitzky

Siete mil días en la Siberia argentina (Por Carlos Zampatti)

En agosto se presentará la novela Siete mil días, referida a la fuga de Simón Radowitzky del presidio de Ushuaia el 8 de noviembre de 1918. La narración está estructurada a partir de tres ejes: el relato de la fuga, la correspondencia de Simón con su protectora, Salvadora Medina Onrubia, y las glosas con que los payadores libertarios lo homenajearon. El relato respeta los datos históricos que fueron confirmados y desecha aquellos de dudosa veracidad. Los expedientes y las actuaciones judiciales, sin embargo, tienen numerosos baches que la historiografía no logró llenar. Ése, precisamente, es el refugio de la ficción.


«Cuando la leyenda supera a la realidad, imprímase la leyenda».

John Ford, El hombre que mató a Liberty Balance

 

 

—¿Sabés quién soy yo, ruso de mierda? El que te va a hacer perder la poca hombría que te queda.

Hacía frío, como siempre en Ushuaia, y era muy oscura esa celda de dos por dos. Un par de horas antes las estufas habían agotado su vientre de lenga y el viento constante se filtraba en cada hendija. Simón Radowitzky no sintió miedo en ese momento ni tampoco dolor después. Era nada comparado con los castigos recibidos desde que el transporte Chaco lo había traído de Buenos Aires, hacía ya siete años.

—Nunca vas a terminar de arrepentirte de haber evitado el pelotón de fusilamiento. —Se lo dijeron de nuevo, como tantas otras veces antes de comenzar el castigo rutinario, sólo que esta vez no era más de lo mismo—. Odiarás el acta de nacimiento fraguada que te salvó del fusilamiento.

Las manos robustas, más que eso, brutas, de los tres hombres lo sujetaron bien fuerte mientras lo hacían arrodillar en el piso de la celda. Para vencer cualquier posible resistencia —inútil previsión: el largo ayuno previo y el aislamiento sin aire, luz ni sol habían minado sus energías—, un talerazo le abrió la cabeza. La sangre comenzó a gotear sobre el piso.

—Y vas a desear mil veces haber muerto cuando mataste al coronel. No sabés lo que te espera. —El subdirector del penal, Gregorio Palacios, se desabrochó la bragueta—. Para que sepas, conmigo recién empieza la cosa.

Los otros tres guardiacárceles, Alapont, Cabezas y Sampedro, el trío José, entre risas, esperaban su momento.

 

 

No puedo ni debo quejarme de nada, hermanita Salvadora. Yo lo sabía muy bien cuando comencé esta lucha: nuestros enemigos harían todo lo posible para atormentarme por el solo placer de verme quejar. Pero no les voy a dar el gusto de pedirles clemencia. Tampoco escribiré desde la cárcel una sola línea a mis compañeros en tono de queja. No, hermanita; yo me mantengo en silencio por el solo hecho de que en cada fábrica y en cada estancia hay trabajadores más necesitados que yo.

Lo mío no es un sacrificio, sino un faro de alerta en la lucha de tantos compañeros. Los anarquistas no debemos inmovilizarnos porque haya un compañero maltratado en el calabozo. Eso no debe ser una piedra en el camino que detenga la lucha por nuestras reivindicaciones. Debemos avanzar, incluso por sobre el cuerpo de nuestros compañeros caídos, si fuera necesario.

Cientos de días, si no miles, he estado sufriendo la noche eterna de la ventana tapiada para que no entre luz ni aire. Me he resignado a eso y aún más. A pesar de mi delgadez he logrado soportar todo con la convicción de que mis compañeros no debían malgastar un minuto de su lucha intercediendo por mí.

 

 

«Una rosa militante

se refugia en mi guitarra

y en el rojo se desgarra

igual que una pena errante.

Por eso en este instante

de lucha y transformación

aprovecho la ocasión

y les entono, improvisado,

un saludo emocionado

a nuestro hermano Simón».

 

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