viernes 19 de abril de 2024 - Edición Nº2340
Dar la palabra » Cultura » 10 may 2019

Lectura de fin de semana

La imperfecta libertad (Por Gabriel Ramonet)

El fútbol es injusto por naturaleza. Desde el potrero hasta la super profesionalización. Desde el equipazo del barrio, que tenía los mejores jugadores y enfrentaba a una murga de rejuntados, hasta los millones de dólares de los equipos de elite, enfrentando a la pobreza franciscana de los menos talentosos y también de menos recursos.


 

El fútbol es un juego de pecadores sutiles, atravesado por tres grandes conductas: el engaño, la injusticia y el error.

Engañan la finta, la gambeta, el amago, el pase en cortada, el centro que se va cerrando, el taco, la pirueta, la rabona, la chilena, el tiro de tres dedos, la comba, el pase de pecho, el cambio de frente con efecto, la jugada preparada y el coraje del que se anima a picarla en un penal.

Sin engaño, el fútbol sería matemática, atletismo, golf.

Los jugadores, los técnicos, la hinchada. Todos saben que la base de cualquier estrategia futbolística consiste en simular un comportamiento para realizar otro. Fingir para encontrar el espacio, para aprovechar la oportunidad, para convertir uno y todos los goles que se puedan.

El fútbol es injusto por naturaleza. Desde el potrero hasta la super profesionalización. Desde el equipazo del barrio, que tenía los mejores jugadores y enfrentaba a una murga de rejuntados, hasta los millones de dólares de los equipos de elite, enfrentando a la pobreza franciscana de los menos talentosos y también de menos recursos.

¿Es justo o injusto que los grandes repletos de lingotes de oro se hagan los vivos con los chicos que apenas pagan los sueldos?

Es injusto, pero es la esencia del fútbol.

Y otra cosa: la más maravillosa magia del fútbol consiste en la fe que profesan los débiles cuando enfrentan a los poderosos, confiando ciegamente en que podrán hacerle partido.

A veces pasa. De vez en cuando hay justicia.

Cada tanto, el que jugó mejor le gana al que jugó peor. El que merecía, triunfa. El que puso más empeño. El que hizo los deberes.

Pero puede suceder que no. Puede que triunfe la injusticia del resultado. Y no pasa nada. Porque éso es el fútbol.

Y el fútbol, por último, es un error.

Una pifiada, un gol en contra, una salida tardía, un pase defectuoso, un grito a destiempo, un arquero desprevenido, una desconcentración, una falta en el lugar equivocado, un enojo, un penal, una mano, una duda.

Todo depende de un error. No existe el acierto. Existe la equivocación que lo permite.

Un fútbol sin errores sería un teorema, una ecuación, una conversación de compadritos, una línea recta, una mujer intocable.

Por eso el fútbol es, también, el error del referí, la injusticia de un fallo aunque duela, y el engaño de un jugador al simular un foul.

Todo éso junto es el fútbol. Así lo atestiguan las millones de discusiones producidas en los campitos o en los potreros, donde lejos de la exactitud de un orsai, se peleaba por la salida de la pelota a través de una línea de banda inexistente, o por áreas no demarcadas, o por travesaños que no existían salvo en la imaginación del pateador y del arquero.

Los errores arbitrales son parte de este deporte imperfecto, y por eso, el más popular de todos.

No se dejen engañar. El VAR no es solo un intento de justicia artificial. Es el avance de las máquinas sobre la humanidad del juego. Otro paso hacia la transformación del fútbol en un partido de Playstation.

Ya nos acostumbramos a la cámara lenta, a las repeticiones, a los ángulos invertidos, a los primeros planos de la tribuna y a la calidad HD que convierte a los jugadores en dibujos brillantes.

En cualquier momento, los hinchas tendrán habilitada una tecla del control remoto para votar desde su casa si una jugada fue orsai, o penal, o roja directa. Y el VAR será corporativo, o “democrático”.

Y el fútbol será una anécdota, un recuerdo, un sueño olvidado de imperfecta libertad.

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