martes 23 de abril de 2024 - Edición Nº2344
Dar la palabra » Cultura » 21 dic 2018

A 40 años del Conflicto del Beagle

Memorias de una guerra que no fue (Por Carlos Zampatti)

Todos sabíamos que Ushuaia iba a ser el epicentro del conflicto con Chile. Las tres islas estaban demasiado cerca como para soslayarlo. La evacuación se había realizado no sin sobresaltos: los Hércules que traían soldados volvían repletos de gente histérica que se arremolinaba en el viejo aeropuerto de la base Aeronaval.


—Esta noche —me dijo el Gordo, bien informado como siempre—. A la madrugada, aunque puede adelantarse.

—¿O sea que mañana nos despertamos con los cañonazos? —respondí, trémulo.

Era uno de esos atardeceres estirados de cada 21 de diciembre, pero de hace cuarenta años. A los vidrios generosos de mi casa ya los habíamos protegido con cinta engomada, previniendo su rotura por los estallidos que, fatalmente, sabíamos que se producirían. El conflicto era inevitable, tan sólo faltaba ponerle hora. Y el Gordo la puso: «mañana a las cuatro de la madrugada comienza, caliente, el verano».

Todos sabíamos que Ushuaia iba a ser el epicentro del conflicto con Chile. Las tres islas estaban demasiado cerca como para soslayarlo. La evacuación se había realizado no sin sobresaltos: los Hércules que traían soldados volvían repletos de gente histérica que se arremolinaba en el viejo aeropuerto de la base Aeronaval en donde las escenas de pugilato no eran excepciones. Tampoco las cobardes disputas por un asiento disponible.

Había, a pesar de eso, una especie de euforia belicista de la cual éramos muy pocos los que no participábamos. Las tres islas eran nuestras y las íbamos a recuperar de cualquier forma, por la fuerza si fuera necesario. Y una buena parte de los que se quedaron creía en la necesidad de la fuerza mientras los militares sentían que esa era su guerra, la guerra que legitimaba su propia existencia.

Caminar por las calles de aquel pequeño pueblo semiabandonado era algo casi surrealista: muchos uniformes, pocas mujeres. Más soldados que habitantes.

Ya estaba todo preparado: las guardias civiles, los comisariatos de manzana, los apagones nocturnos, formaban parte de un juego que entusiasmaba a buena parte de los vecinos. A los que nos dominaba la desolación y el rechazo de la guerra estábamos más solitarios y desamparados que las tres islas en pugna.

El panorama militar parecía definido. Ya estaba preparado el campo de prisioneros chilenos en los sótanos de las 200 viviendas, sin habitar por aquel entonces. De apuro se estaba proyectando un nuevo acceso a Ushuaia, lo que luego sería la ruta 3 del puente amarillo. Se construyeron helipuertos en Andorra y en la ruta j mientras se montaban cañones en el Monte Gallinero y Almanza. El DC3 volaba sobre Ushuaia inspeccionando el cumplimiento de máxima alerta de una Defensa Civil casi inexistente. Mientras tanto, en el centro del país, Luciano Benjamín Menéndez, el general de la triste fama, aleccionaba a las tropas respecto de la necesidad de marchar sobre Santiago de Chile para tomar posesión no sólo de la ciudad sino también de sus mujeres.

Los que nos machacaban desde niños diciendo que «lo que necesita este país es una guerra», ignorando que su primer efecto es devorarse a nuestros hijos, estaban a punto de coronar su anhelo patriotero. Las vísperas de lo inevitable tenían el sabor amargo de la incertidumbre.

Fue entonces cuando, en la medianoche de ese 21 de diciembre, poco antes de la hora cero, intervino el Vaticano y logró frenar la escalada belicista. Varias horas después de despertarnos sin cañonazos, en aquella mañana del 22 de diciembre de 1978, nos enteramos qué había sucedido.

El alivio, nuestro alivio, fue el de unos pocos.

Cuando se decidió la desmovilización de las tropas era visible la frustración de los cabecillas del autodenominado proceso de reorganización nacional por habérsele impedido tener su propia guerra.  Creían que no hacerla (fronteras afuera, claro, porque de la otra habían dado acabadas muestras de feroz eficiencia) deslegitimizaba su propia existencia. Cuatro años después, aquellos asesinos seriales acometieron otra, tratando de salvar la ropa de un proceso que hacía agua por todos lados. Pero ése es otro tema.

¿Qué hubiera pasado de haber habido una guerra? ¿Cómo sería ahora nuestra relación con los chilenos? Son preguntas contrafácticas que, afortunadamente, no tienen respuesta, pero de seguro que las heridas que se hubieran abierto no estarían hoy cerradas. Y en un momento histórico como el actual, que requiere integración y políticas comunes, todo sería mucho mas difícil de lo que es.

La nuestra no es una sociedad propensa a la autocrítica. Era de esperar, por lo tanto, que no la hubiese por parte de quienes incitaban aquella guerra. Fueron pocos —muy pocos— los testimonios antibelicistas referidos al frustrado enfrentamiento. El más contundente, quizás, fue un filme. Una coproducción chileno argentina filmada en 2012, llamada Mi mejor enemigo. Si bien está lejos de ser una película perfecta, la contundencia del mensaje sobre lo irracional de aquella guerra trunca es devastadora. Sin embargo, nadie la vio, pasó sin pena ni gloria por unas pocas pantallas cinematográficas. Era de esperar.

Tal vez este aniversario nos permita reflexionar respecto de cuán cerca estuvimos de promover esa guerra. Absurda, tanto como cualquier otra.

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