martes 23 de abril de 2024 - Edición Nº2344
Dar la palabra » Cultura » 24 sep 2018

Cómo nos llevamos con nuestras propias convic

Defensores de ideas en el tiempo (Por Gabriel Ramonet)

Es posible que el invencible paso de los años las someta a cierto proceso de maduración, a un necesario crecimiento interno, a que se reinventen bajo formas más cuidadas. Pero si se las mira de reojo cada mañana, cada tanto, cada vez que se pueda, entonces no hay Cristo que las arranque.


Puede ser que se moderen un poco, para qué negarlo.

Es posible que el invencible paso de los años las someta a cierto proceso de maduración, a un necesario crecimiento interno, a que se reinventen bajo formas más cuidadas.

Pero si se las mira de reojo cada mañana, cada tanto, cada vez que se pueda, entonces no hay Cristo que las arranque.

Digámoslo sin rodeos: algunas veces molestan. Porque nos ponen en contradicción, nos interpelan sobre su sentido, nos obligan a una verificación constante de correspondencia entre sus designios y nuestros actos.

Es cierto: son muchos los que viven ajenos por completo a estas disquisiciones. Para ellos, la defensa de una idea es una cuestión utópica y pasada de moda. No le encuentran razón dentro del mundo “moderno” en el que habitan.

Les importa un bledo el rumbo de la naturaleza humana mientras haya un lugar donde ellos puedan encajar y pertenecer, sacar ventaja y seguir existiendo como si nada.

Poseen, sin embargo, y como único mérito, la coherencia. No tienen complejos y jamás los tendrán. No se cuestionan el camino. No les remuerde la conciencia. La falta de escrúpulos, al menos, los vuelve predecibles.

En cambio, los contorsionistas de los principios y las ideas adquieren notable destreza para deformar sus postulados y hacerlos caber casi en cualquier recipiente. Son hábiles estiradores de significados, expertos sofistas de las convicciones, militantes eternos de la teoría de la relatividad.

Ellos dicen defender ideas por la simple razón de que son capaces de adaptar lo que piensan a cualquier tipo de desempeño personal. Van por la vida haciendo honor a merecimientos que jamás tuvieron. Nunca entran en contradicción porque siempre les parece que han hecho lo correcto, aún cuando sea lo contrario de lo que pensaban.

Aunque más peligrosos todavía son lo que establecen entre sus ideas y su campo de acción, una relación de tipo utilitario. Es decir que condicionan la rigurosidad de un principio al contexto en el que les toque desempeñarse y, fundamentalmente, a la utilización que pueda hacerse de esos pensamientos.

Son los que viven pregonando ideas en el vacío, pero que al momento de aplicarlas enseguida encuentran escenarios desfavorables, y entonces, optan por el rápido camino de la resignación.

Son idealistas con límites de mercado. Si se complica, me resigno. Cultores del supuesto mal menor. Creyentes de los sueños acotados, que son peores que no soñar.

Por suerte, todavía quedan algunos que establecen con sus ideas esa relación de incomodidad que implica sobrellevarlas durante toda la vida.

Los que son obstinados, pero no porque no cambian, sino porque están dispuestos a perfeccionar una postura sin por ello desecharla para siempre, relegándola a la categoría de inútil.

Nadie les asegura que sea una tarea fácil, y de todas formas la emprenden, sabiendo que les esperan más derrotas que victorias, más sinsabores que alegrías, más indiferencia que reconocimientos.

Ahí van de todos modos, sin sucumbir a la poderosa tentación de archivar las convicciones para siempre en el baúl de los recuerdos, sabiendo que a cambio probablemente obtendrían dinero, palmadas en el hombro, las luces blancas de la aprobación social.

En tiempos sin sobresaltos, suele ocurrir que todos estos grupos se mezclan y se confunden, y por la naturaleza de su desempeño es probable que hasta cueste identificarlos.

La vida puede sorprendernos tomando un café con alguien que aparentemente defiende ideales y que sin embargo carece de ellos en forma terminante.

En nuestro círculo de conocidos suelen presentarse también,  siempre bien disfrazados, los acomodadores de ideas, unos señores de gestos adustos a los que tampoco es fácil desenmascarar. Y ni hablar de los de convicciones utilitarias, porque con esos se puede compartir años hasta entender cuáles eran sus verdaderas intenciones.

Pero hay un momento clave, un instante de crisis donde se ponen a prueba las relaciones y las personas. Y entonces allí de nada sirven los disfraces, los buenos modales, los discursos endulzados, las explicaciones eternas y los alegatos de ocasión.

Es en esos tiempos de zozobra intelectual, cuando todos los personajes de esta historia quedan indefectiblemente desnudos, a la vista de cualquiera que tenga la lucidez de observar sus torpes monerías.

Y es en esas ocasiones especiales, cuando la realidad golpea y hace ruidos por todos lados, cuando solemos cansarnos y pensar que nada tiene sentido, en que no hay nada más aliviador que encontrarse con un compañero de ideas de esos que no se acomodan, ni se venden, ni se olvidan.

Nada más reparador que revitalizar junto a ellos nuestros módicos convencimientos, que tal vez no sean los más populares, ni los más ortodoxos, ni los más correctos.

Pero son los que hacen, que la vida valga la pena.

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