Su voz resuena cálida y nítida, mientras rebota sin suerte contra los cristales del auto. El tono transmite entusiasmo, energía por la historia que le estará contando. Debe ser algo importante, piensa él, que a esa altura sólo distingue la continuidad del sonido, la falta de ruptura entre palabra y palabra. Ese abismo que equivaldría a un silencio sediento de respuesta. Pero no, no es hora de la catástrofe. Ha sido sólo una pausa, para tomar impulso y continuar la conversación de sentido único.
El periodista mira de reojo la hora en su reloj pulsera, mientras mete el cambio y avanza por las calles como un autómata. De repente reflexiona unos pocos segundos sobre la nota que podría distinguir su trabajo en aquella jornada. Y como un encantamiento al que no puede resistirse, vuelve a enfocar las mayores chances de entendimiento en los parlantes del vehículo. Aquellos por dónde sale la otra voz que lo informa, que le cuenta, que lo pone al tanto de datos imprescindibles. Datos sabrosos como pan caliente, noticias humeantes que huelen a café recién hecho. Perfume importado de actualidad.
“Y, la verdad que sí”, esboza él como quien arriesga el número que saldrá en la lotería. Su actitud es tan cobarde y falta de escrúpulos que tiene pensadas una serie de respuestas vagas, inconexas, comodines lingüísticos para fingir atención ante un discurso que desconoce por completo. Podría haber probado, también, con “qué barbaridad”, o “mirá vos”, o “si, me habías dicho”. Podría haber cambiado de tema haciendo un comentario abrupto y descolgado sobre las condiciones del tiempo. Y también podría haberse arriesgado con una réplica un poco más comprometida, basada en alguna, aunque sea una sola palabra que hubiera escuchado.
Pero no. Mejor terreno firme. “¿En serio?”, balbucea él. Y el monólogo sigue como al principio, mientras él continúa enfrascado en la radio del coche, en la otra voz que ahora entrevista y él quiere escuchar. Tal vez para no entrevistar a la misma persona, quizás para, en todo caso, no hacerle las mismas preguntas. O simplemente para escuchar. La radio le habla y él quiere escuchar.
Ahora son las diez de la noche. El mundo ha bajado la guardia. Los humanos han vuelto del gimnasio después de una hora y cuarto de completo esparcimiento y actividad física. La comida está servida. Hay un programa de televisión que suena como música funcional, mientras los comensales se cuentan, como es lógico, sus vicisitudes diarias. Es el espacio adecuado para ello, el momento lógico de la relajación y el dialogo.
“¿Venís a comer?”, interroga la misma voz que ya ha tolerado la indiferencia matinal. El tipo sabe reconocer la circunstancia, la comprende, pero no se explica cómo aún no se ha resuelto todavía aquel acontecimiento que tanto interés despierta en el micromundo de su trabajo interminable, ese que no sabe de horarios, ni de límites, ni de nada.
Como en aquella reunión familiar de fin de semana, tan entretenida y locuaz, donde la gente reía contando anécdotas de ocasión, y el periodista se escabulló entre los rincones para mirar su celular. Y para conectarse adonde siempre ha estado conectado, y así constatar que el mundo sigue andando. Que pese a la fugacidad de su ausencia, el universo se las ha arreglado para seguir construyendo una realidad que no lo necesita.
“¿Y, qué me contás de la toma de Casa de Gobierno?”, pregunta el conocido del amigo tras el regreso a la tertulia. Justo cuando iba a intentar de verdad pensar en otra cosa. Justo cuando se había propuesto contar la anécdota del japonés que buscaba una dirección en Mar del Plata. Y el periodista, que ha pasado los últimos seis días de su vida casi cubriendo exclusivamente las alternativas del conflicto, se siente incómodo aburriendo con la misma versión que ya ha aprendido de memoria. Su interlocutor, encima, toca de oído. Él piensa que sabe porque escuchó cinco minutos de un programa de radio o porque se lo dijo el almacenero. Y discute con la obstinación de un toro. Y emite juicios de valor terminantes, justo los mismos que el periodista ha intentado obviar durante toda la semana, para evitar crear una tendencia destructiva y antisocial.
“¿Otra vez el celular?”, se queja la voz, ya resignada. “Un minuto, un minuto”, se defiende él.
“En las vacaciones llevo la compu, así descargamos las fotos”, inventa él, sabiendo que cuando tenga cinco minutos se arrojará sobre la notebook como una fiera sobre su presa.
“Ya termino, ya termino”, miente ese sujeto que teclea hasta contracturarse, que se pone auriculares para escuchar una vez más el reportaje, que sube el volumen de la televisión, que dobla cuando no corresponde para seguir a la ambulancia y así enterarse adónde y cómo sucedió ese accidente.
¿Todavía despierto?, interroga una voz ya dormida y cansada, mientras el periodista hace el último zapping por el resumen de noticias que ya ha visto, pero que igual le gusta volver a ver.
Sus ojos, también cansados, finalmente se cierran. Unas horas de descanso, sin “carne podrida” ni rumores que confirmar. Sin fuentes confiables, sin poderosos enojados, sin críticas de microclima ni la adrenalina única, seductora como mujer hermosa, que antecede la búsqueda de una nueva y escurridiza noticia.
Hasta la mañana siguiente, en que todo vuelve a empezar.