viernes 19 de abril de 2024 - Edición Nº2340
Dar la palabra » Cultura » 16 abr 2018

Tecnología y ficción

Yo soy yo y mi algoritmo (Avatares del señor Galíndez en tiempos de la posverdad) (Por Calos Zampatti)

El señor Galíndez jamás escuchó la palabra algoritmo. Mucho menos conocía su significado. Lo más parecido a ella que pudo haber percibido era el término logaritmo, hace muchos años. Demasiados, cuando eso, antes de la modernidad matemática, era objeto de estudio. El señor Galíndez tampoco sabe del acuerdo que le propuso -y aceptó- su red social y el mundo virtual.


El señor Galíndez jamás escuchó la palabra algoritmo. Mucho menos conocía su significado. Lo más parecido a ella que pudo haber percibido era el término logaritmo, hace muchos años. Demasiados, cuando eso, antes de la modernidad matemática, era objeto de estudio. El señor Galíndez tampoco sabe del acuerdo que le propuso -y aceptó- su red social y el mundo virtual.

Tiene un negocito en una calle transversal a la San Martín, a veinte o treinta metros. Le va bien, hasta ahí. Sabe que, dentro de seis meses, cuando tenga que renovar el contrato de alquiler, la va a tener difícil. Pero, bueno… seis meses suena como lejano, ¿no?

Está casado. Ella es docente. De la provincia, claro. Buen aporte para las arcas familiares. Nada del otro mundo, es cierto, pero suma.

Los dos pibes, bien. La nena en el norte estudia ciencias de la comunicación y vive en el departamento de la abuela. De paso le hace compañía: le viene bien ahora que el abuelo murió. El menor, un tiro al aire, termina la secundaria este fin de año. No tiene la más puta idea de qué va a hacer de su vida. Quizás no se vaya. Mejor, la mujer de Galíndez no quiere padecer en carne propia eso del síndrome del nido vacío. Ya bastante la bajoneó lo de la nena. Al menos un gorrión, si bien el más problemático, se quedará calentando el nido.

(Todo esto Galíndez lo vierte a su red social. Su muro es testigo de penurias y alegrías. El algoritmo -¿hay que decirlo?- toma nota).

Hace un par de veranos estuvieron en Cancún. Los cinco; también viajó la abuela. Maravillas de internet y habilidades de Galíndez con las redes posibilitaron acceder a una promoción excelente. Nada es gratis, claro: tardaron treintaidós horas en llegar, previo paso -con sus respectivos trasbordos- por Santiago de Chile y Panamá. Desde Buenos Aires, claro. A la vuelta, por esos milagros de la sobreventa (o vaya uno a saber por qué) consiguieron, en un tramo, viajar en primera mediante un upgrade casi regalado que les ofreció el algoritmo, seguramente en una promiscua connivencia con la compañía aérea.

Las fotos publicadas en la página de la red social del señor Galíndez, alzando la copa de champán de primera clase de esa compañía centroamericana se sumaron a las de las degustaciones de mojito entre palmeras y arenas blancas. Galíndez estaba feliz y sentía que no era suficiente su placer personal y familiar, necesitaba que su euforia trascendiera. ¿Y qué mejor vehículo para la trascendencia que la red social? Decenas de fotos de su felicidad familiar bajaron de la nube para empapelar el muro virtual en busca de la aprobación de una platea también virtual. Los «me gusta», los «genios» y los «bravo!!» (con signos de admiración que se cierran sin haberse abierto nunca), acompañados con emoticones de caritas sonrientes, pulgares hacia arriba, manos que aplauden y ojos convertidos en corazones que derraman ternura, llenaban de gozo a Galíndez y familia. La platea seguía sus triunfos, sus lucimientos y, ¿por qué no?, envidiaba sus brillos.

La felicidad de la familia Galíndez trasciende la virtualidad de la red social. Es que Galíndez vive a través de ella, o -mejor dicho- gracias a ella. Allí lee y comenta las noticias. Las que le llegan a través de la red social, claro. Porque ¿para qué desgastarse fatigando portales de noticias si la red social le hace llegar todo lo que necesita saber? Y reenvía las noticias que le producen enojo o satisfacción, emitiendo opiniones sobre todo, viralizando sus indignaciones y sus esperanzas.

El primer indicio de que la cosa se iba desmadrando le llegó un viernes, hace de esto muchos meses, tal vez años. Galíndez, sin embargo, no lo advirtió. Estaba programando ir al cine ese fin de semana. Daban una película en la que trabajaba el actor ése que le gustaba tanto; trataba sobre una posible invasión alienígena en un futuro no muy lejano. Cuando llegó a su casa, luego de cerrar el maxikiosco tras una jornada agotadora, comenzó a navegar en su tablet como paso previo a la ida al cine. Había mensajes y correspondencias atrasadas que no había podido visualizar ese día. Cuando abrió la página de la red social, en el costado inferior derecho un aviso centelleante le llamó la atención: en el polideportivo se presentaba ese sábado el cantante que a Galíndez y señora tanto les gustaba (el algoritmo, claro está, conocía sus preferencias). Dudó un momento, había decidido no verlo más en vivo porque ya había pasado su cuarto de hora y su voz, a los setenta y pico de años, sonaba estragada por décadas de cigarrillos a destajo. Ante el aviso, dudó. Consultó con su esposa y luego de un corto conciliábulo tomó la decisión de cambiar el cine por el polideportivo. Total, se dijo, la película la dan hasta el miércoles y si el trabajo mengua un poco, el lunes o el martes podrían ir. Demás está decir que no fueron. Bueno, se consoló Galíndez, en poco tiempo estará en streaming y podré verla tranquilo, en casa, sin gastar un peso. Pasaron muchos meses de aquello, tal vez años, y aún no pudo verla.

(El algoritmo había pasado de la etapa de recopilación a la de la iniciativa. Galíndez tampoco se había dado cuenta de esto).

El otro alerta fue unos meses después. Esta vez sí lo advirtió, o, pensándolo bien, algo le llamó la atención, pero no pudo precisar exactamente qué era: percibió algo así como la imagen de un camino que se bifurcaba, pero, de momento, nada más que eso. Caminos bifurcándose, claro; nada más preciso que esa imagen: estaba programando el viaje por tierra a esa playa bonaerense que tanto estaba de onda últimamente. De paso, pensaba recorrer la ruta 40 y conocer El Calafate, que aún era un tema pendiente para Galíndez y familia. Punta Arenas, no; ya lo conocía. El cuarentaidós pulgadas y el aifón fueron el objeto de sendos viajes. Decidió programar el recorrido a través de internet y reservar los hoteles con tiempo porque era de suponer que en ese enero habría mucha demanda. Luego de pulsar el «ENTER» de la tecla virtual de su tablet, el algoritmo del señor Galíndez lo hizo de nuevo: conocedor de sus gustos y sus impaciencias (incluso sus impericias), le indicó una alternativa. Galíndez evaluó. ¿Qué sentido tenía alargar el viaje cinco o seis días más por la cuarenta, por más ventisquero que haya, cuando los podría aprovechar panza arriba en la playa bien soleada? El algoritmo le dio las alternativas hoteleras acorde a la velocidad de crucero que había desarrollado en viajes anteriores con su 4WD: San Julián, Madryn y destino. Por la ruta 3, claro. Todo cerraba muy bien. ¿Por qué contradecir, entonces, la sabia planificación que se le ofrecía? Y Galíndez no era hombre de contrariar el sentido común. Ya habría otra oportunidad para la ruta 66 argentina.

Los indicios, a veces no tan sutiles, de la existencia de un titiritero no parecían desvelar a Galíndez, hasta que llegaron las épocas de elegir representantes. Sin ningún entusiasmo se resignó a la cabalgata de visitas al cuarto oscuro que marcaban las PASO, nacionales, provinciales y municipales. No tenía candidato fijo, ya que las veces que dio su voto positivo, el resultado fue, a la hora de las ordenanzas, las leyes y las componendas de sus elegidos, un fiasco. Galíndez, esta vez, tenía ciertas convicciones respecto de su candidato, pero sus dudas eran, aún, predominantes y las vertía en las redes sociales. El algoritmo tomó nota y decidió actuar (tampoco es que haya sido necesaria mucha insistencia para vencer su pereza intelectual y lograr el direccionamiento de su voto). Pues bien, su hombre ganó la banca, con el agregado adicional de haber dejado atrás, por pocas preferencias, a esa mujer de voz estentórea. Torta, para más datos.

Pero si no se necesitó demasiado esfuerzo para lo anterior, lo de la consulta popular para la creación de dos nuevos municipios requirió un tratamiento especial. Margen Sur y Río Pipo iban por el rescate de su identidad y pretendían plebiscitar su camino a la autonomía respecto de sus ciudades madre. Galíndez dudaba: vivía en un lado de la grieta, pero su negocio estaba enfrente. La campaña electoral fue dura, no se ahorraron epítetos ni agresiones de barricada. En las redes sociales se registraron enfrentamientos feroces. El algoritmo sabía de sus incertidumbres y machacó donde era necesario hacerlo sin ahorrar golpes bajos que rozaban, incluso, la discriminación y el racismo. El señor Galíndez compró. Al finalizar el día de la consulta popular, mientras el boca de urna indicaba un empate técnico y las autoridades de mesas contaban con escrupulosidad los sí y los no, era evidente que la contienda se definiría en el recuento definitivo, varios días más tarde.

Al atardecer, el señor Galíndez volvió a su casa para seguir el escrutinio desde su tablet. Entró a su red social, posteó un par de mensajes de circunstancia y contestó alguna cuestión familiar pendiente. Fue en ese momento que tuvo el indicio de que la cosa no sólo no había terminado, sino que recién comenzaba. Una nueva leyenda centellante se instaló en el extremo superior derecho de su pantalla: «Fueguino: en la senda del Brexit, si deseás saber qué es el Fuexit, cliqueá aquí».

Y Galíndez cliqueó.

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