Las primeras que recuerdo estaban formadas por baldosas cuadradas, de colores opacos y con pequeñas canaletas que las atravesaban a lo largo y ancho. Por las acequias se comunicaban diminutos ríos durante la lluvia y se acumulaban las semillas y las hojas durante el otoño.
Por lo general conformaban planos rectos que servían de frontera con las casas vecinas, pero las raíces de los árboles solían levantarlas a su alrededor, generando incómodas ondulaciones que dificultaban el camino.
En un tiempo, las veredas revelaban con crudeza el nivel económico de los habitantes de las propiedades. Las clases medias altas tenían baldosones más amplios y relucientes, que brillaban ante los rayos del sol. Los más humildes, en cambio, tenían veredas imperfectas, con baldosas flojas que mojaban imprevistamente a los transeúntes que las pisaban después de un chaparrón.
La vereda fue durante mucho tiempo el primer lugar de socialización. Era el sitio del encuentro ocasional con los vecinos para compartir alguna noticia o experiencia común. Era el espacio para sentarse al atardecer a tomar mates en familia, o para barrer mientras se observaba en su plenitud el paisaje del barrio. Una especie de muro de Facebook, donde el “me gusta” se decía mirando a los ojos.
Para la infancia, la vereda era la primera conquista territorial. La única región ajena a la casa donde estaba permitido jugar, sin bajar a la calle. Era, según el día, el campo de batalla para nuestros soldados, o la pista para una carrera de autos, o la más profesional de las canchas de bolita. Era el primer refugio para soñar y para imaginar el mundo.
La vereda era también el primer signo de identidad y de convicciones. A uno le parecían más cercanos y hospitalarios los vecinos que estaban del lado de su propia vereda, y más lejanos, y extraños, los que estaban del otro lado de la calle.
En ese sentido, las veredas eran el “primer nosotros” que podía construirse aunque fuera una simple excusa para intentar, en realidad, buscar algún punto en común para nuestras ideas y nuestros sueños.
A mí me gusta creer que así como existieron barrios (y tal vez todavía haya algunos) repletos de veredas que señalan límites pero también signos de identidad, hay unas veredas imaginarias donde salimos a la puerta todos aquellos que tenemos ciertas concepciones comunes sobre el tipo de sociedad donde nos gustaría vivir.
Estar en esta vereda no significa ser un fanático, ni un utópico, ni un conservador. Implica creer firmemente en un puñado de principios que según nuestro criterio deben regir el mundo que nos rodea.
Significa, también, poder madurar esas ideas con el paso del tiempo, perfeccionarlas, abrirlas a nuevas concepciones, pero no tirarlas por la borda bajo el cuento de que “es la única forma”, “es el mundo en que vivimos”, “es lo que nos tocó en suerte”.
Hemos podido ver en estos últimos tiempos a muchas personas que se fueron del barrio y abandonaron para siempre las veredas donde solían sentarse a edificar sus vidas.
Las razones de este éxodo son por cierto de lo más variadas. Están los que evidentemente nunca estuvieron interesados en habitar ninguna vereda, sino que siempre miraron de reojo para pegar el salto a la calle de enfrente.
Pero no son ésos los que más nos preocupan. No son ésos. Nos llaman más la atención aquellos que se fueron creyendo que nunca se han ido. Los que se han resignado sin haberse dado cuenta. Los que perdieron la brújula y ya no saben dónde están.
Duele escucharlos decir y hacer lo que tanto han combatido. Acomodar sus fuegos enormes a pequeñas cajitas de fósforos donde casi no caben ellos. Replegar sus antiguas alas majestuosas para apichonarse y hablar casi como un susurro, temblando de miedo y de mediocridad.
Ellos, los que se fueron de la vereda, nos ven a nosotros como unos pobres tontos. Ahora somos un minúsculo grupo de infradotados que no comprende cómo funciona el mundo. Mientras ellos, que sí lo han comprendido, nos hablan de realidades posibles mientras comen del banquete de los todopoderosos y se doran el culo al sol.
En esta vereda de las ideas que hoy inauguramos sin actos protocolares, ni cintas, ni discursos vacíos, no podemos prometer que siempre saldrá el sol.
Por el contrario, vaticinamos muchos días de lluvias y de tormentas, de esfuerzo y de trabajo, de derrotas y de renacimientos.
Pero saben qué, en esta vereda estamos muy orgullosos de pertenecer a donde queremos estar. Este es nuestro barrio de baldosas iguales y de sueños compartidos. Nuestro distrito de futuros posibles, de principios inquebrantables y de nula resignación.
Esta es la vereda de las ideas, donde siempre estuvimos, donde siempre estaremos, y donde nos gusta estar.